Historia de la Illa

Prólogo de una pequeña historia de amor en el Siglo XX

Esta carta y el relato que le sigue, fueron escritos el año 2003, cuando Alicia tenía 91 años y había tenido varios pequeños accidentes vasculares que fueron día a día, limitando su energía hasta quedar postrada y morir el 9 de Julio del 2005, junto a nosotros sus cinco hijos que estábamos con ella, en casa de Tere, en Chiguayante. Allí había vivido desde el 2000. Se fue rodeada de cariño y buenos recuerdos. La carta es de Alicia y el relato, escrito por María Virginia. Fue entregado por mí, el 31 de Mayo del 2022, cuando los hermanos nos juntamos a celebrar su cumpleaños, en la tradición alegre del compartir, como a nuestra madre le gustaba

La historia
Nos dice Alicia:
“Hace tiempo que en mi corazón les estoy hablando, y quiero hacerlo antes de volver a los brazos del Tatita Dios y reencontrarme con Carlos y mi Juan Enrique. ¿Cuánto más será? sólo Él lo sabe. No me da pena irme, porque estoy cansada y anhelo el Cielo que estoy segura que mi alma alcanzó a ver antes que llegara a este mundo. Tal vez me da pena dejar las penas que cada uno de ustedes tiene; hubiera querido ser hada para soplarlas y que ellas se esfumaran, pero la vida es así de tormentas y de sol. .
Es cierto que me tocó duro y que sin haberlo esperado tuve que ser papá y mamá de ustedes, mis chiquillos, a veces haciéndolo bien y otras mal, tal vez con dolor para alguno, pero qué puedo hacer, fue lo que supe hacer; lo bueno es que ustedes lo pueden hacer diferente.
Conocí a Carlos en casa de tío Abraham, casado con Anita, su hermana mayor ¿cuándo?, ya ni me acuerdo, porque lo veía siempre, ya que el tío Abraham era hermano de mi papá. Mi mamá no quería que me casara con él, decía que era demasiado mayor para mí. Yo había nacido en 1912 y Carlos en 1899, pero el amor pudo más y nos casamos el 15 de septiembre de 1935. Tal vez mamá era medio pitonisa y veía que yo quedaría viuda tan joven, hace ya más de 50 años. Ustedes eran tan chicos que ya ni lo recuerdan. Su imagen y su amor se me mezclan en la cabeza y en el corazón con el recuerdo de Juan Enrique, que era el más parecido a él. Era interesante, inteligente, moreno pálido de pelo obscuro, con grandes entradas, una boca delgada y unos ojos tiernos y también tristes, por eso me gustaba, porque yo podía hacerlo reír. Decía que yo le gustaba porque era alegre, vivaz y optimista, que iluminaba su mundo y era tan respetuoso que casi cedió ante el rechazo de mamá, pero me gustaba tanto, que no lo acepté.

Cuenta María Virginia
Con este hombre y con esta mujer también virgen al llegar al matrimonio ¿cómo sería el descubrimiento? Bonito por lo visto, porque la Illa lo pasaba bien; los suegros vivían en Santiago, ellos estaban solos como pareja; vivían en una casa grande, en pleno centro; tenían buenas relaciones con los parientes Cruz, Ocampo y Romero, Amelia del Río, tía María Anguita; disponían de dos empleadas puertas adentro, salían a comer y a bailar algunos días sábado en el Nuria. Hasta un amigo japonés tuvieron, que tenía una quinta a la salida de Concepción, camino a Penco, donde fueron invitados una tarde de verano y de quien Illa tenía lindos recuerdos; de ese japonés se perdió la pista con la 2ª Guerra, cuando los japoneses se hicieron sospechosos.

El tío Abraham Romero era un hombre destacado, diputado dos veces y alcalde dos, la segunda en 1939; integrante del grupo que fundó la Universidad, junto con el tío Luis David (hermano del papá), y uno de los dueños del diario La Patria. Su estima y confianza en el cuñado Carlos, ingeniero agrónomo, debe haber sido grande para que en un momento lo llevara a formar parte del equipo periodístico del diario. Era subdirector cuando él y mamá se casaron. El edificio donde funcionaba el diario en la cuadra cinco de calle Colo- Colo, a dos cuadras de la casa, se cayó con el terremoto del 24 de Enero de 1939, al igual que la casa, que era la vieja casa de los Cruz Ocampo. Sin casa y sin trabajo, se fueron a casa de los abuelos, Gregorio y Virginia en Santiago. Empeñoso y responsable como era, buscó trabajo en la capital, y según la mamita trabajó un tiempo como obrero. A fines del 39 regresó solo a Concepción como ingeniero tasador en la recién creada Corporación de Reconstrucción y Auxilio. Alicia quedó en Santiago, donde en Febrero del 40 nací yo. Por lo visto el papá no alcanzó a llegar, porque el tata Gregorio decía que yo, a los 10 minutos de vida, en sus brazos, abrí los ojos. Fui la única que nació a la antigua, en la casa de calle Washington, en Ñuñoa.

No tuvieron mucho tiempo para aprender calmadamente el nuevo rol de ser papá y mamá, porque en los siete años siguientes fuimos seis, como para dar un ataque a una pareja actual. Según decía la Illa, las malas lenguas comentaban que el papá sacudía los calzoncillos y ella quedaba esperando.

Cuando nació Carlos José ya vivíamos en O’Higgins esquina Caupolicán, frente a la plaza, porque allí sucedió el que la mamá, las nanas Rosa y la primera Juanita, tuvieron guagua por los mismos días, domiciliadas las tres en la misma dirección. Mis primeros recuerdos son de ese departamento: me veo en pijama con patas y una mamadera tomada del chupete, arrancando por la cocina y riendo; el papá me perseguía para agarrarme; las canciones de moda en la radio: “En el bosque de la China” y “Apaga luz Marilú”, que escuchaban las nanas; a mi abuela Virginia, que junto con enseñarme a tejer a los 4 años, me enseñó a decir mierda, la mesa del comedor con el papá a la cabecera, teniendo en sus brazos a Tere y dándole pan con mantequilla; Carlos José y yo, sentados a sendos lados, mirándolos; también que al papá le encantaba el dulce de membrillo y el queso, y lentamente los emparejaba; a veces, en el almuerzo, nos daba agua con una gotas de vino, que volvían el agua de la copa de suave rosado. El dormitorio de los papás, con dos camas muy grandes, de madera rubia y muy del estilo de ese tiempo, macizas y sin adornos, con sus veladores siempre con libros, que yo debía creer que eran muy importantes, porque me recuerdo en mi cama, con la almohada a medio colchón y con un libro sobre la guata, porque aunque tenía como cuatro años, consideraba importantísimo leer antes de dormir. Mamá en ese tiempo estaba verdaderamente muy ocupada con todos, porque no la veo dentro de la casa, junto a mí, y es lógico, porque estaba de turno junto a la guagua del año. Sí, la recuerdo linda y elegante, bajando la escala del departamento conmigo de la mano, y yo mirando lo único que podía ver en ese momento; sus pies, calzados con unos lindos sandalias de taco alto con tiritas y pulsera que yo soñaba con usar algún día. En las tardes venía tía Anita muy elegante también, con un abrigo oscuro y un cuello de dos zorritos que aterraba a Tere; ella venía a ayudar a mamá a lavarnos los pies, darnos la comida y acostarnos.
En ese período: 41- 45, papá estaba ocupadísimo construyendo la casa de Colo-Colo a la que nos trasladamos en agosto. Mamá rápidamente puso manos a la obra para tener allí lo que soñaba, porque lo que el papá ganaba, imagino, no alcanzaba para lujos, como la chimenea que ella quería y que tuvimos en el primero y segundo piso. Illa compró metros y metros de batista blanca, rosada y celeste y se puso a hacer camisas de dormir para vender.
Cuando terminó la guerra, en septiembre, recién nos habíamos trasladado a la nueva casa, porque el jolgorio de sirenas, campanas y bocinas, festejando el fin del conflicto, fue impresionante. Lo recuerdo porque lo escuché asomada al balcón de la casa de Colo-Colo, frente al que fue años después, el precioso jardín que la Illa formó en el gran patio trasero, y que convirtió aquella casa en el castillo encantado, lleno de recovecos que gozaron los nietos que allí vivieron alguna vez.
El tiempo pasó, mamá decía que el papá tenía úlceras y a veces, vomitaba sangre.
En 1949, el año que la Tere entró a 1ª preparatoria, un día de Agosto, el papá y la mamá partieron a Santiago a la Clínica Santa María, donde el Dr. De Amesti, el mejor cirujano de Chile, decían, lo operaría (hermano de tía Marta, nuestra vecina del 2° piso en el departamento).Yo estaba en 4° preparatoria y Carlos José en 2°; Domingo, Juan Enrique y Luis Ignacio, jugando todavía en la casa. Éramos muy chicos. Los días pasaban. Llegó la fiesta del 18 de septiembre y no sabíamos del papá y la mamá, pero yo los echaba mucho de menos; el 19, lloré con desconsuelo, tomada de la mano del tío Lucho Barberis, que con sus hijos me había llevado a ver los fuegos artificiales a la Plaza Independencia. Amaneció el 20, y a media mañana llega mamá de Santiago, y un montón de tíos y parientes, y junto con ellos, la urna donde venía el papá. Yo no vi llorar a mamá entonces, la vi llorar muchas veces después. Mamá tenía 37 años y 6 chiquillos chicos y comilones, que necesitaban crecer sanos y estudiar. Y eso hizo, con un cariño y una entrega total, que bien o mal, nos permite estar hoy aquí, recordándola y agradeciéndole su amor.

Mari, Carlos José, Tere
Domingo, Juani, Nacho

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