María Elena

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María Elena

Una práctica de estudiante de los años 60.

El viaje a María Elena partía desde la estación Mapocho y en  La Calera se hacía el trasbordo al tramo de trocha angosta, hoy inexistente,  que iba desde La Calera hasta Iquique. Los carros de tercera clase, con asientos de madera, no eran lo que se podría decir de una comodidad extraordinaria, pero tampoco eran algo  que no se pudiera soportar con un poco de paciencia.

Hoy día el viaje por carretera (unos 1500 km) dura unas 28 horas, considerando las detenciones usuales. Pero en 1963 y viajando en un tren, que no se caracterizaba por ser rápido ni puntual, el viaje se iniciaba un lunes en la  mañana en Santiago y terminaba en María Elena el miércoles en la mañana. En los dos días que duraba el viaje, uno terminaba conociendo a todos los  vecinos que tenían tanta paciencia como uno. El tren viajaba a velocidad bajísima y en ciertos lugares con pendiente ascendente uno se podía bajar, estirar las piernas y volver a subir sin problemas.

Los vendedores ambulantes que subían al tren ofrecían con su cantito “Malta, Bilz, y Pílsener” y otros variados productos. En los andenes de las estaciones habían siempre señoras con delantales blancos y con sus canastos ofreciendo  los “sánguches de jamón y el cafecito”.

Llegando a María Elena me presenté en la oficina de la Anglo Lautaro y me dieron alojamiento en una especie de motel. Era una construcción de madera de un piso, con un gran patio interior. Rodeando el patio estaban las habitaciones y los baños. Las piezas eran para dos personas y a mí me tocó de compañero a Georguiolo un colorín italiano-chileno. Cada uno hacía su vida, pero con el tiempo lo fui conociendo. Sus padres tenían un almacén en Santiago y al parecer a él no le había gustado la idea de estar detrás del mostrador pesando los kilos de azúcar y haciendo los cachitos a los paquetes. Y así, se le ocurrió partir a una oficina salitrera. Era un cabro de mi edad, simpático, demócrata cristiano y tenía un tremendo arrastre con las mujeres.

A mí me asignaron para trabajar en la casa de máquinas. A la mina se accedía mediante un tren que en unos diez minutos nos llevaba desde la estación a la entrada de la mina. Se hacía una fila para marcar la tarjeta, se avanzaba y un poco antes del reloj, estaban las tarjetas. Cada uno tomaba la suya, marcaba la tarjeta y la entregaba al otro lado. Si marcabas la tarjeta después de las 8:00, la hora quedaba marcada en color rojo.

A mí me tocó, como estudiante en práctica, ser uno de los ayudantes del maestro Ceura. Este era un mecánico, tranquilo, amable y bastante buen jefe. De vez en cuando nos tocaba desarmar los motores diésel de las máquinas. Después de desarmados, las piezas se limpiaban con “el turco”, una pequeña caldera que producía chorros de vapor.  Después había que armar todo de nuevo, poniendo los repuestos que fueran necesarios.

Yo hice un convenio con la señora del maestro, quien tenía pensionistas, con el fin de obtener la alimentación. El otro ayudante del maestro también era pensionista de ella. Este era un cabro también de mi edad, que durante el servicio militar había demostrado ser bueno para los combos y se consideraba un buen boxeador. Como a menudo teníamos diferencias por su actitud matonesca, él me dijo una vez – si tú fueras de aquí, yo te habría agachado el moño hace ratito -. Felizmente yo no era pampino y no se atrevía a tratar de agacharme el moño. En todo caso, no era mala persona. Sólo era un poco amatonado.

Para almorzar cada uno se sentaba donde podía, ya que no había comedor. Recuerdo un tipo de almuerzo que nos mandaban una vez por semana. Era un sándwich de pan francés con un gran pedazo de pescado frito. Todo frío, pero era excelente.

El pueblo era bastante chico. Uno podía cruzarlo de un lado al otro en veinte minutos, a paso lento. Al pasar por la calle, casi siempre se iba escuchando radio. Pero no porque uno tuviera una radio portátil, sino porque en casi todas las casas tenían bien fuerte la única radio que se podía escuchar en el pueblo. Así, uno escuchaba enteritas las canciones a medida que avanzaba. A medio día, el sol picaba tan fuerte que las pocas calles y caminos que estaban asfaltados, se ponían pegajosos.

Como estudiante, no cabía bien en ninguna de las clases sociales en las que María Elena estaba dividida. Evidentemente, no era gringo y por lo tanto no vivía en el campamento americano. Tampoco era empleado ni obrero. Tuve algunos contactos con estudiantes que llegaban de vacaciones y por eso estuve un par de veces en el club de empleados, pero tampoco pertenecía claramente a esa clase. Era un estudiante que trabajaba como obrero y nunca cultivé el ambiente de los estudiantes en vacaciones.

Conocí solo de oídas de los tiempos en que solo los gringos y los empleados tenían electricidad todo el día mientras que los obreros tenían electricidad solo a partir de las cinco de la tarde. Tampoco me tocó vivir la existencia de los baños públicos. Donde yo me alojaba, teníamos baños cada cierto número de piezas.

Había ciertas costumbres un poco diferentes a las de nosotros los del sur. La comida, era el bitute. Cometer un error, era ser pillado en un renuncio. Los homosexuales eran divididos en dos subespecies: los que hacían de machos y  los maricones. A los de la primera categoría les tenían un nombre bastante feo, pero sin embargo no cabían dentro de la subespecie de los maricones. Los fines de semana les gustaba tomar, pero en serio. Tenían la costumbre de juntarse en algún bar y pedir un metro cuadrado de cervezas. Se sentaban todos alrededor de la mesa llena de cervezas, y vamos tomando. Naturalmente que con el método del metro cuadrado, no se podía pensar en tener cervezas frías. Solo se pensaba en tomar. A mí nunca me había gustado mucho la cerveza y  menos aún me gustó la que allá se consumía  porque era bastante mala. Así, más que nada, miraba. Una vez probé el vino. Era peor que la cerveza. Quien sabe qué cosas le habrían echado antes que éste llegara a María Elena.

Otra cosa que llamaba la atención, era lo patriotas que eran. En el sur la gente es patriota, pero allá parecía que todavía vivían en el tiempo de la Guerra del Pacífico. Otra característica de los pampinos, era un cierto espíritu de desesperanza con respecto a lo que se podía esperar de los del sur, especialmente del gobierno. El salitre le había dado mucha riqueza a Chile, pero los pampinos no habían mejorado sus vidas. Ellos sólo producían la riqueza; pero ésta se quedaba en Santiago. Esta forma de pensar se notaba en muchas formas y muy a menudo. Tiempo después leí sobre las masacres de obreros, de las cuales la de la Escuela Santa María de Iquique fue solo la más famosa, pero no la única. Pero mis colegas obreros nunca me las mencionaron.

Muchos eleninos eran originarios del sur, pero se habían ido quedando y aunque añoraban su tierra, ya no podían volver. Se decía que, debido a la silicosis, cuando volvían al sur, a ambientes con alta humedad, duraban poco tiempo con vida.

Como estudiante en práctica, tenía chipe libre y el maestro Ceura  no me obligaba a trabajar. Sin embargo, yo trabajaba generalmente con más empeño que su ayudante. Pero no siempre. Una tarde estaba un poco aburrido en la pega y se me ocurrió salir a caminar por los rajos que rodeaban la casa de máquinas. Era ya tarde y no picaba tanto el calor. Caminé y caminé y de repente el terreno dejó de ser plano y empezaba a ser como una sucesión de olas de tierra. Era la forma en la que el  terreno quedaba cuando pasaba el tiempo, después de la extracción del caliche. Era difícil caminar, porque el terreno subía y bajaba sin ningún orden. Pero yo estaba encantado en ese mundo de olas de tierra y no me preocupaba. En un momento pensé que debía volver y me di cuenta que no sabía en qué dirección debía caminar. Andaba sin reloj y en ese tiempo ni se soñaba con los celulares. Estaba rodeado por olas de restos de caliche, que eran iguales en todas direcciones.

Aquí estoy mal pensé. No tenía idea  qué dirección tomar para volver. Estaba rodeado de un mar de olas de caliche de hasta dos y tres metros que dificultaban el caminar en una sola dirección. Me dije, voy a esperar que empiece a atardecer y entonces voy a caminar en la dirección en la que el sol se empiece a poner. Esto, porque yo sabía que por el lado de la mina, un poco hacia el poniente, pasaba de norte a sur la carretera. Dicho y hecho. El sol empezó a bajar y yo empecé a caminar en esa dirección. No se podía caminar derecho en la dirección deseada, pero más o menos se podía seguir la dirección. Debo confesar que me costó bastante, pero finalmente al cabo de algunas horas divisé la carretera. Ahí ya sabía que caminando hacia el sur iba a llegar a María Elena.

Llegué ya entrada la noche y no le conté nada a nadie. Tremendo renuncio habrían dicho mis compañeros de trabajo. Con hambre, cansado y calladito, me acosté. Como estudiante, nadie hizo problemas porque no hubiera marcado tarjeta a la salida esa tarde.

Como al mes, decidí que me estaban explotando. Yo hacía tanto trabajo como mi compañero, el boxeador, pero él, como era obrero y yo solo un estudiante, ganaba más que yo. Fui entonces a hablar con mi jefe y le dije que por el trabajo que hacía ganaba poco y que quería que me contrataran como obrero. Mi jefe reconoció mi punto de vista y fui ascendido y contratado como obrero. Hasta hoy conservo la libreta que me acredita que soy (o era) obrero de la Anglo Lautaro.

Un día mi compañero de pieza me invitó a asistir a una manifestación de apoyo a Radomiro Tomic que se efectuaría en Tocopilla. El viaje era en bus, ida y vuelta gratis.  Yo había escuchado hablar un par de veces a ese candidato y sin ser de ningún partido, me parecía que decía cosas bastante sensatas. Lo acompañé y bajamos a Tocopilla. Este puerto era bastante más grande que María Elena y junto con escuchar a Tomic, pude recorrerlo un poco.

Tiempo después mi jefe me ofreció que trabajara en turno de noche en la sala de mcompresores y así podría mejorar mi sueldo. Acepté y en las dos últimas semanas de mi práctica pude juntar suficiente dinero para viajar más al norte. Cuando terminé la práctica, me fui por tierra hasta Arica, crucé a Tacna y volví en avión de Arica a Santiago. A Valparaíso llegué justo al inicio de las clases.

Muchos años después viajaba desde Iquique hacia el sur y me hicieron dedo dos personas. Paré y los tomé. Ellos iban viajando a Antofagasta porque en María Elena los habían cortado y no le querían pagar el desahucio. Les cuento que yo conocía María Elena y les hablo del maestro Ceura y de Georguiolo. Como pueblo chico, los dos me cuentan que el maestro Ceura seguía vivito y coleando y que el tal Georguiolo era desde hacía varios años presidente del sindicato. Buena tela diría un amigo por ahí.

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