Sao Paulo

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Sao Paulo

Tres compañeros habíamos postulado a una práctica de trabajo en la Scania de Brasil, Sao Paulo. Nos respondieron que solo podían darnos un lugar. Para decidir quién se quedaba con la beca, lo echamos al cacho alemán. Tuve suerte y gané yo. Después, no recuerdo bien cómo contacté a una señora que me prometió conseguirme un lugar en el avión correo del gobierno de Brasil, con la condición de que yo le enseñara teoría de conjuntos y la resolución de problemas del caso a una hija suya.

Yo cumplí y como no tenía necesidad de dar exámenes, en los primeros días de enero, fecha en la que salía el avión correo, estaba listo para partir.

La señora cumplió y yo me presenté en el aeropuerto el día de la salida del avión. El viaje era directo a Río de Janeiro. Permitían que llevara una pequeña maleta y me asignaron un asiento. Obviamente, durante el viaje no entregaban ni siquiera agua a los apitutados viajeros. El avión aterrizó en un aeropuerto militar y ahí terminó el viaje gratis.

Me las arreglé para llegar a la Universidad Federal de Río, hablé con unos estudiantes y me conseguí alojamiento. Me llevaron a un internado y me mostraron la pieza en la que podría pernoctar. Fue algo extraño, porque la pieza indudablemente pertenecía a un estudiante que por esos días estaba en vacaciones. Incluso la cama tenía sábanas limpias. Me dejaron ahí y me dijeron que no tenía nada que pagar. Yo pensaba que en Chile jamás habrían confiado en dejar entrar a un total desconocido a la pieza de un estudiante ausente. Lo encontré extraordinario. Por mi parte, yo estaba obligado a mi vez a confiar, ya que debía dejar mis cosas en la pieza y no tenía llave. Cualquiera hubiera podido robar mi  pequeña maleta.  En la tarde fui al comedor de los estudiantes. Era muy barato y bastante bueno. Por primera vez comí el arroz feijó.

Al día siguiente me fui tempranito a la rodoviaria y compré un pasaje para Sao Paulo. El viaje es corto, unas seis horas, así es que estaba en la rodoviaria de Sao Paulo como a las dos de la tarde. Hasta ese momento, yo había hablado con estudiantes o con vendedores para la comida o por el pasaje. Todos conseguían entender mi castellano. A la salida de la  rodoviaria en Sao Paulo, todo fue diferente. Nadie me entendía. Yo quería saber cómo llegar a la YMCA, que sabía quedaba relativamente cerca, pero no estaba dispuesto a pagar un taxi. Yo había pensado que con el castellano no tendría problemas, pero me había equivocado bastante. Al final hablé con un joven negro en inglés, y logre obtener la información deseada. Partí caminando de acuerdo a las instrucciones y me pude dar cuenta que el trayecto no era tan corto como me habían dicho. Después de caminar un par de horas, por fin llegué a la YMCA.   Me dieron una pieza para dos personas, en la que ya estaba un estudiante de Minas Gerais.

Al día siguiente me presento en las oficinas de la Scania y todo queda arreglado para empezar al día siguiente. Un bus de la empresa pasaba recogiendo a los empleados. En la tarde de mi primera noche en Sao Paulo,  probé por primera vez el jugo de leche con palta.

En total habría unos diez becados, la mayoría de Perú y Bolivia. En los dos meses que estuve en la Scania, no teníamos un programa de parte de la empresa que nos permitiera entender  el proceso. Cada uno trataba de aprender y pasarlo bien por su cuenta. Todas las mañanas como a las diez pasaba un carrito repartiendo café y te llenaban el tazón, independiente del tamaño que éste tuviera. Excelente café, pero muy dulce. Los almuerzos eran buenos, solo que poco variados. Todos los días había arroz feijó y solo una vez a la semana, feijoada.

En Santiago, un par de meses antes de fin de año, habían llegado a alojarse a la YMCA, tres jóvenes brasileñas. Algunas veces conversamos con ellas y cuando les dije que  iba a hacer una práctica en Sao Paulo, me dijeron que cuando estuviera allá fuera a su casa a verlas y me dieron su dirección.

Fue así como un par de veces por semana las iba a ver. Los padres eran dos profesores y tenían cinco hijas. Un día salió a luz el asunto del guitarreo y a partir de ese momento fui su profesor de guitarra y les enseñaba sambas argentinas. Yo hablaba en castellano y ellas en portugués y nunca había problemas de entendimiento. Pero una vez la hermana más chica, Inés, de unos cinco años, le dijo a sus hermanas, delante de mí – tão grande e não sabe falar.

Gracias a ellas conocí algunos lugares interesantes de Sao Paulo. Uno de ellos fue el zoológico de la ciudad. Un gigantesco espacio con muchísimos animales típicos de Brasil. Me impresionó la tremenda cantidad de especies de serpientes que se podía ver.

Una prima de ellas tenía una casa en un pueblito cerca de Santos, ubicada a menos de una cuadra de la playa y  me invitaron a ir con ellas por el fin de semana. Al llegar, ellas se instalaron en la casa y a mí me ubicaron en una pieza con baño, construida al lado afuera de la casa. Era algo así como un apartamento para una nana. La playa era inmensa y el agua tibia. Uno podía estar horas metido en el mar. Recuerdo que en un momento en que estaba con el agua hasta las rodillas, pisé una especie de apancora esta y me picó. Di un grito y salí corriendo del agua. Fue para la risa, pero un poco mortificante cuando una de ellas, Regina, no podía parar de reírse de mí. Al poco rato una apancora la pica a ella y ella grita y sale también corriendo del agua. Entonces llegó mi turno de reír, por un lado por lo cómico de la situación, pero también en desquite. La Regina no me perdonó en todo el día que me hubiera reído de ella. Y a modo de venganza, se juntó con unos cabros y en la tarde se fue a bailar con ellos. Yo no estaba interesado en ir a bailar, ni tampoco en ella, así es que no tomé en cuenta su “infidelidad”. Pero al día siguiente ya me había perdonado.

Pasó el tiempo, llegó el carnaval y junto con unos estudiantes peruanos arrendamos una casa con tres piezas que un trabajador tenía en Río. Desde la casa viajábamos en bus hasta el centro de la ciudad. Algo que llamaba la atención era la ropa mínima que los pasajeros llevaban y el olor a transpiración. Pero a nadie le preocupaba. Naturalmente que fuimos a Copacabana y a Ipanema. Preciosas playas y cientos de mulatas en trajes de baño mínimos. Por la playa pasaban unos negros vendiendo piñas. Uno compraba una y ellos con un machete la pelaban en un dos por tres. Un malabarismo bastante peligroso según mi opinión. Otra cosa interesante eran los vendedores de jugo de caña de azúcar. Se paseaban con una maquinita con ruedas, parecida a la que en Chile usaban antiguamente los afiladores de cuchillos. Metían pedazos de caña en la parte superior y por abajo recogían el jugo de la caña.

Como parte del carnaval, se entiende que no fuimos al sambódromo. No podíamos pagar el precio de los tickets. Pero sí, participábamos del carnaval de rua. Se trataba de banditas seguidas por gente bailando al contagioso compás. En estos grupos no existían los disfraces, aun cuando sí se podía ver mulatas con vistosa ropa tropical.  Por alguna razón, el grupo iba dentro de un espacio limitado por un cordel. Algo así como para diferenciarse de la chusma no bailadora. Negras, blancas y mulatas, algunas descalzas pero con los zapatos en las manos, bailaban increíblemente. Era pura alegría sana. Chucu tucu nucutucu, decían mis amigas  para explicar el ritmo.

Yo entré en uno de esos grupos y al poco rato estaba bailando con una mulata que bailaba con una gracia y una agilidad asombrosas. Yo que nunca he sido un buen bailarín, más bien soy bastante tieso,  me contagié con mi sorpresiva pareja y estaba entusiasmado. Pero después de unas cuantas  cuadras, se metió un alemán al grupo. Llevaba una tremenda máquina fotográfica y me la quitó. Mi infiel mulata se fue con él sin el menor remordimiento. Ela nem me disse tchau (por si acaso, no es la de la foto que sigue).

Está claro, no podía faltar la visita al Cristo Redentor. Preciosa vista de Río.

Después de tres días en la playa, sin saber de cremas de protección solar, mi espalda estaba más que quemada. Resultado, el último día en Río lo pasé de lo más casero debajo de una parra en la casa que arrendábamos.  Adiós Ipanema, banditas y mulatas bailando samba. No podía soportar ni la camisa en la espalda.

Tiempo después pensaba que  habría sido mejor olvidar Río y disfrutar el carnaval con mis amigas en Sao Paulo. El carnaval, es una locura en todo Brasil.  Pero bueno, no se puede ganar siempre. A mi vuelta continué visitando a mis amigas y enseñándoles guitarra. Era una familia muy acogedora y me quedaba claro que ellas, siendo tan diferentes unas de otras, tenían que ser adoptadas. Había de todos los tonos. Desde Agueda, rubia y de ojos azules, hasta Regina, una mulata bastante agraciada. La menor, Inés, era una preciosa lolita, de piel clara y ojos negros. Evidentemente, de racismo no había nada en esa familia. Pero recuerdo que Regina, probablemente un poco envidiosas de los ojazos azules de su hermana Agueda, a veces la molestaba un poco por sus colores. Tú tienes la piel blanca – le decía-, el cabellos rubio (no se podía decir “pelo” en portugués) los ojos azules y además te gusta pintarte los labios  rojos. Regina, la mulata, era la más inquieta. Como correspondía, tenía una piel dorada, pero un cabello negro, liso, largo y se movía siempre con mucha gracia. No tenía nada que envidiarle a Agueda. Pero creo que admiraba sus ojos azules.

Cuando cumplí mis dos meses en la Scania, partí de vuelta pero esta vez en bus. Mis amigas brasileñas me fueron casi todas a despedir a la Rodoviaria. Solo la que a mí me gustaba no llegó. Yo llegué un poco atrasado a embarcar en el bus, debido al tráfico endiablado de Sao Pablo. Si no hubiera sido por mis amigas, que consiguieron que el bus no partiera a la hora, y que me esperara, habría perdido mi pasaje.

El tramo  Sao Paulo – Buenos Aires tomaba casi dos días. En esos tiempos los caminos eran solo ripiados y todos los buses llevaban una rejilla delante el parabrisas delantero para protegerse de las piedras que tiraban los camiones al adelantar. Cada cinco horas o algo similar, el bus paraba para que los pasajeros fueran al baño y pudieran comprar alimentos.

En Buenos aires tuve que pernoctar en un hotel y al día siguiente temprano partí en tren hacia Mendoza. Llegué ya de noche, busqué un hotel y al día siguiente a medio día partí a Santiago en unos buses chicos que cruzaban la cordillera. Así terminó mi práctica en la Scania. Nunca más volví a ver a mis amigas brasileras. Nos escribimos por un tiempo, pero finalmente les perdí la pista.  Me acuerdo muy bien de sus nombres. Mónica, Myriam , Agueda, Regina e Inés.

 

 

 

 

 

 

 

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