Concepción y Chiguayante de aquestos tiempos.

@cruz

Algo sobre el Concepción y el Chiguayante de aquestos tiempos.

Fundo Santa Justina.                                                                          Una descripción del fundo, a fin de poder imaginar mejor el lugar donde ocurren los hechos. El fundo Santa Justina, más conocido en el pueblo como el Fundo de los Cruces, por allá alrededor de los años 60, era una lonja de tierra entre la punta del cerro Manquimávida y el río Bío-Bío, que limitaba al norte con el área urbana de Chiguayante y al sur con un fundo y algunas parcelas. La línea férrea dividía el fundo en dos partes. Al lado oriente había una vega que iba desde de la línea férrea hasta el inicio del cerro y después estaba el cerro mismo. Al lado poniente de la línea férrea, limitando con el pueblo, había primero algo que alguna vez fue un parque (que ya nadie cuidaba) de cerca de una hectárea. A continuación estaba la casa y desde la casa hasta el camino había otro espacio también de cerca de una hectárea, que estaba vacío. Desde el camino hasta el río, estaba lo que llamaban El Llano. Este lugar había estado plantado alguna vez por un bosque de pinos, pero estos habían sido explotados alrededor de 1960. Para entonces, era una especie de arenal con algunos matorrales. Para el dieciocho, la municipalidad pedía prestado el terreno para instalar las fondas.
Al lado de la casa había un terreno vacío el cual era utilizado como cancha de fútbol. Finalmente, entre la cancha de fútbol y el límite sur del fundo y entre la línea férrea y el camino había dos bosques de pino.
El fundo estaba en una situación de abandono casi total. La casa la habían llamado “El palacio en ruinas del ministro Cruz”, pero en esos momentos ya ni siquiera así la llamaban. Había dos medieros que vivían en los extremos de la vega y que se dedicaban a sembrar papas y a hacer leña. La casa, que en algún momento había sido casi una mansión, estaba en pésimas condiciones. Después del terremoto del 60, hubo que derribarla.
La casa consistía en dos pisos. Un primer piso con un muro perimetral consistente en paredes de piedra de unos ochenta centímetros de grosor y un segundo piso de madera. En el primer piso había bodegas y una pequeña parte se había habilitado como la vivienda del mayordomo. En este nivel estaban también el baño y la cocina. El mayordomo tenía una cocina y gallineros frente a la casa. Esa casa semi destruida, era el “sueño de varias noches de verano” de los cabros chicos. El tío Abraham, que era el dueño de la hijuela (debido a que era el esposo viudo de la tía Anita) donde estaba la casa, nos la prestaba.

El verano en Chigua
Llegaba el verano, había pasado la Pascua y todos estábamos ansiosos por irnos a Chigua. Por fin llegaba el día y literalmente nos íbamos con camas y petacas. La mamá organizaba un camión para el trasporte. Colchones, frazadas, ollas y seis cabros.

Allá en Chigua, cada dos días la Juanita hacia pan amasado. Desayuno con pan amasado con mantequilla. Del café, recuerdo que se hacía una mezcla que contenía café de higo. Este café venía empacado en un tubo cilíndrico, con una especie de obleas de café. El café con leche, era 5% de café. Pero así y todo era café. Creo que ahora el café de higo ya no existe.
Por ahí un tío Barberis le prestaba una vaca a la mamá y por algunos años tuvimos leche más que fresca todas las mañanas. Al final del verano la mamá devolvía la vaca.
La Gaviota fue por un tiempo la vaca del fundo. Era ploma con blanco y una vez tuvo un ternero blanco con naranja. Había varios animales. El que más recuerdo es el Copito. Un perrito chico, blanquito, lindo, que lo envenenaron.
Don Santiago y la señora María vivían en una parte del primer piso. A la entrada estaba el teléfono. Era una gran caja de madera de medio metro de altura. Uno hacía sonar la campanilla dando vuelta a la manivela (tal vez para despertar a la telefonista) – Numeroo – respondía ella. Y uno decía –señorita por favor con el 1623-R. Entonces ella nos conectaba. Cuando, al revés, uno llamaba al fundo, uno decía – Señorita, 16 Chiguayante por favor.
En el fundo, además de la Gaviota, había dos bueyes. El Jardín y el Charol. El jardín (blanco con naranja) era super manso y se dejaba que uno le tomara los cachos. El Charol (blanco con negro) no aguantaba. Como buenos bueyes, los dos eran capados. Pero el Charol, igual, se le montaba a las vacas (naturalmente, sin resultados).
La Pepa era la oveja de don Lucho, quien sucedió a don Santiago. A la Pepa la guardaban en la bodega, cuya entrada estaba frente a la galería. Nosotros almorzábamos en la galería, que quedaba frente al castaño. Un día, mientras almorzábamos, la Pepa se aburrió al parecer de su encierro, salió y barrió con los caballetes que soportaban nuestra mesa.
Un día mataron a la Gaviota. Había una cuadrilla de obreros que reparaban la línea del ferrocarril y no encontraron nada mejor que carnear la Gaviota. El resto de lo que dejaron, lo enterraron en el canal. A los pocos días salía un olor terrible, porque los perros habían hecho un hoyo para comer sus restos.

Como a las tres de la tarde había que ir a buscar los terneros, para separarlos de las vacas. De otro modo, a la mañana siguiente las vacas no tendrían nada de leche para la gente.
Existía la obligación de dormir, o por lo menos de estar recostados, una hora después de almuerzo. Cada uno sabía a qué hora se había acostado y por lo tanto a qué hora se podía levantar. Después empezaba el fútbol, hasta que oscurecía. La cancha era pura arena y piedras, así es que jugando a pata pelada, los pies pasaban susto. Antes de acostarse había que lavarse los pies. Y ahí empezaba un pequeño problema, porque los pies partidos dolían bastante.
En la noche sentíamos en el techo cómo corrían los ratones perseguidos probablemente por las lechuzas. Con esas carreras, de repente caía algo por los hoyitos del techo. De día no se notaba el tráfico.
Los dormitorios estaban en el segundo piso. Como todo estaba medio destruido, el Tata nos había dicho. No entren en esta parte: “está condenada”. Y él mando a poner unas tablas frente a la condenación. De todas maneras, cuando nadie nos veía, incursionábamos en la condenación. Además de las piezas condenadas por el Tata, había un par de piezas sin condena, pero que había que evitar. Como nadie entraba en ellas, nadie hacía aseo en ellas. Entonces cuando uno entraba, y las pulgas casi lo sacaban a uno en andas. En esa piezas estaban almacenadas cientos de revistas El Campesino, a las que nosotros le sacábamos las hojas para hacer billetes para jugar. Había una inflación permanente.  El resto del segundo piso estaba sujeto a barrido diario. Previo al barrido, el piso se mojaba con abundante agua para que no se levantara mucho polvo.
El agua llegaba al segundo piso y de vez en cuando nos bañábamos en la tina. Algo del piñén saldría. Ni soñar con agua caliente.
El toilete estaba en el primer piso, al final de la galería. El asiento era un hoyo con bordes de madera y no había agua. El asunto iba a parar a una fosa séptica que estaba como a unos 10 m de la casa. Era el único baño y no había diferencia entre patrones e inquilinos. Super democrático.
Los domingos, había que ir a misa. Había que caminar hasta el cruce, que quedaba como a unas ocho cuadras. Caminar por la línea era lo más expedito, pero a uno le molestaba que los durmientes estuvieran tan juntos porque uno estaba obligado a caminar con pasos cortitos.
Cerca de la iglesia, quedaba el sindicato. Allí estaba la peluquería a la que íbamos de vez en cuando. Fuera de esa ida a misa de los domingos, las actividades religiosas pasaban por un período de escasez.
Durante el año, en el colegio, todas las semanas nos daban un papelito que decía: Deseo confesarme con el Rev. Padre… Uno lo llenaba (si quería) y después, cuando el reverendo tenía tiempo, hacía llegar el papelito a la clase. Uno salía y se iba a confesar. –¿Cuanto tiempo que no te confiesas? – Y, entonces, bla, bla, bla.
Pero en el verano, no había papelitos, ni reverendos, así es que nadie se confesaba. Por lo demás, no creo que con el fútbol hayamos tenido demasiado tiempo para cometer pecados. A lo más una patadita por ahí y otra por allá. Pero una patada a pata pelá, debe haber sido considerada un pecado más bien venial. Por lo demás, si eso ocurría, también uno recibía unas cuantas. Así, pecado con pecado probablemente se anulaban un poco. Como descargo, probablemente se podía pensar que cuando Cristo jugaba fútbol, también él seguramente habrá repartido una cuantas.
Frente a la cancha había un pequeño bosque de eucaliptus, pero eran solo brotes porque los árboles los habían cortado. En todo caso medían varios metros de altura y tenía la gran ventaja que siendo nuevos sus hojas eran blanditas. Así, si de repente  necesitabas ir al baño, ganabas un montón de tiempo yendo a los eucaliptus. Con las hojas nuevas, uno quedaba muy limpio y además olorocito.
La mamá salía todas la mañana a trabajar con una bolsa con la ropa sucia y nosotros la íbamos a dejar al tren (a la estación Polígono) y después, años más tarde, a la micro. En los últimos años había ya una muy buena movilización. Cada media hora salía una micro a Conce, justo desde la esquina de la bodega del Sapo.
El sobre nombre del Sapo, creo que se lo había ganado porque era un genio para jugar al arco. Había muchos otros cabros con apodos como “El Patejuá”, “El peras nonche”, “El tollo” etc, y nadie sabía muy bien por qué se llamaban así. Simplemente, ese era su nombre.
En Chigua, los Cruz jugaban con los vecinos del pueblo. Como el fundo empezaba donde terminaba el pueblo, no había otra posibilidad. No había más “ricos” en las cercanías, hasta el otro fundo. El de los Vecinos. Pero a ellos los descubrimos mucho más tarde. Había además otros jugadores, como el Guatelapiz (que yo había olvidado y que el Nacho me lo recordó) y el Raúl. Este último jugaba al fútbol siempre con las alpargatas puestas. Por alguna razón, nunca se las sacaba. ¡Pobres alpargatas! Otro era el Nino. Este era hijo del mediero Sáez. Ellos vivían en los castaños. Este lugar quedaba al pie del cerro, donde había unos veinte castaños grandes. El papá del Nino era alcohólico y se había tratado de suicidar varias veces con el tren. Pero no le funcionó nunca. Para su mala suerte, siempre alguien lo alcanzaba a salvar. Al fin, un día apareció colgado de uno de los castaños. Al Nino le gustaba la Tere, pero nunca le dijo nada. Eran dos mundos demasiado diferentes. El Nino era bajito, de piel oscura y muy maceteado. No era muy bueno para el fútbol, pero en la cancha era mejor evitarlo.
El Julio. Este era hijo de la Sra. Blanca, quien tenía su casa en el límite del fundo, entre la línea de ferrocarril y el cerro. A menudo íbamos con él al cerro. Él estaba autorizado por alguien para ir a sacar ramas al cerro. Partía con un machete y unas gomas al cerro. Hacía unos paquetes con ramas secas, las amarraba con las gomas y con su leña al hombro regresaba a su casa. Una sola vez entramos a la huerta de la Sra. Blanca (no a la casa). La huerta debe haber sido de unos 10 x 5 metros y estaba totalmente llena de verduras de todas clases. Recuerdo muy bien las guías mucho más altas que nosotros, en la que se enredaban los porotos, los ajíes, los tomates, etc. Y lo mejor era el olor fragante de la huerta. El Julio era el mejor amigo de nosotros. Años después supe que se había enchuecado y un día en Talcahuano volaron los pavos reales y lo mataron. Otro hijo de la Sra. Blanca se casó con la Inés, la hija del otro mediero del fundo. Ellos tenían su casa cerca del álamo que dividía la vega entre los dos fundos.
La relación entre los “dueños del fundo de los cruces” y los demás futbolistas era sin problemas. Nunca hubo una pelea. Pero nunca ninguno de ellos fue invitado a nuestra casa, aunque ésta quedada a cien metros de la cancha. Tampoco yo nunca fui invitado a sus casas.
Pero sí había invitados de otro tipo. Por ejemplo, el Patricio Matas y el Cano. Una vez teníamos una guerra y habíamos hecho castillos en el bosque, con paredes de chamiza. La guerra era con ondas y las municiones eran unos frutos de uno de los árboles que estaban a al lado de la casa. Las paredes eran excelentes, porque las balas eran paradas por la chamiza. En un momento, por mala suerte y buena puntería, le mandé un balazo en el ojo al Cano (Canito le decía su mamá). Estuve a punto de suicidarme cuando supe lo que había hecho. Me imaginaba a la mamá del Cano llevándose a su hijo al hospital y él con su ojo en el bolsillo. Menos mal que se quedó con el ojo puesto. Naturalmente, hipsofacto se declaró armisticio general y se escondieron las ondas per sécula seculórum. Del Patricio no tengo muchos recuerdos, probablemente porque era malito para el fútbol. Sí, me acuerdo de su hermana, la María Cristina, porque a mí me gustaba.

Teudoro
Don Santiago tenía un niño para que lo ayudara. Se llamaba Teodoro, pero le decían Teudoooro, cuando lo llamaban (Según ha dicho la Tere, nosotros le decíamos Teuda).  Recuerdo que era algo así como un niño de los mandados que vivía con Don Santiago y la Sra. María. El Teuda no se metía con nosotros, ni nosotros con él. Entre las dos bodegas que habían al lado sur de la casa, había un espacio de como 1.5 metros de separación. Por alguna razón, el Teodoro no hacía sus necesidades donde los demás. El usaba el espacio entre las dos bodegas. Lo más raro, es que a nosotros no nos parecía raro eso. Simplemente era así. Él tampoco jugaba al futbol con nosotros y nosotros no lo tomábamos muy en cuenta. Era flaquito y callado. Hoy me da pena pensar en él. Pero entonces, no pensaba que a lo mejor las cosas no estaban bien así.

Óscar
Un verano Don Santiago tomó un trabajador. Era un cabro de unos 20 años, oriundo de Carahue. Él vivía en la bodega en el primer piso, por el lado sur de la casa, donde había una entrada que no tenía puerta. El espacio estaba lleno de cachureo y nosotros no entrábamos ahí casi nunca,  probablemente por miedo a los ratones. Me imagino que en algún lugar de la bodega habrían puesto una cama. Yo nunca me pregunté dónde comía o dónde lavaba su ropa. No había nada en contra de Teodoro u Óscar. Total falta de curiosidad por la vida de los demás. Óscar era buena persona y nos llevábamos bien con él. Pero no nos importaba que durmiera al lado de los ratones. Pienso que en los tiempos de la esclavitud, los dueños de los esclavos deben haber sentido cosas parecidas. A lo mejor trataban bien a los esclavos, pero los consideraban casi como invisibles. Nadie veía algo malo en ese modo de vida. Simplemente, así eran las cosas. Ricos y pobres viviendo cerca, pero separados.
Nunca nadie nos dijo que no nos juntáramos con nuestros vecinos que andaban siempre a pata pelada (claro, había excepciones, como el Raúl con sus alpargatas). Y no los veíamos como pobres. Pero eran pobres. Por lo demás, tan ricos no éramos nosotros tampoco. La mamá andaba siempre al tres y al cuatro. Recuerdo que un invierno yo usaba la botas de agua de la mamá. Eran puntiagudas, claramente de mujer. Pero así eran las cosas. La ropa que usaba el Nacho debe haber estado bastante trasparente por el múltiple uso. Y recuerdo que la mamá y la Juanita, en vez de dormir temprano, se sentaban a zurcir las papas de nuestros calcetines.

El Manquimávida
La vida cambia, y las cosas que en algún momento eran normales, hoy no lo son (menos mal). Nuestros hijos y sobrinos no conocieron el “Cerro de los Copihues” ni se pueden imaginar lo que es subir reptando por la vertiente, debajo de las quilas, hasta poder pararse de nuevo y volver a caminar. Pero tienen una vida más holgada. No sabrán nunca de los olores del cerro, de las ganas de llegar hasta arriba y de la decepción de que al llegar hasta lo que habíamos visto como la punta, no era tal. El cerro seguía y seguía. No se pueden imaginar cómo es que un día subiendo y subiendo, ves que de pronto las nubes están debajo de ti. Y entonces las voces de abajo se escuchan tan claritas, como si estuvieran cerca. Pero el cerro seguía.
Hasta que finalmente llegó el gran día. El Tito había llegado de Santiago en la noche y a la mañana siguiente partimos tempranito a escalar el cerro con él. ¡Qué alegría la de llegar a la punta del Manquimávida! Me imagino que algo parecido deben sentir los que alcanzan la cima del Everest, aunque probablemente ni siquiera a ellos les producirá tanta alegría como a nosotros.

El Bío-Bío
En el verano había días en que nos achicharrábamos de calor. Días en los que se justificaba el nombre de Chiguayante, solo que sin neblina (Chiguayante es traducido a veces como sol entre neblina). Siempre habíamos escuchado de lo peligrosas que eran las arenas movedizas del río, pero también de vez en cuando habíamos visto a cabros chicos felices chapoteando es esas “peligrosas aguas”. Un buen día, no sé de dónde salió la idea de ir al río. No costó mucho convencer al grupo y partimos con la Juanita. Había que cruzar todo el llano para llegar al río, pero las ocho o diez cuadras a pleno sol las sufrimos sin chistar. Al fin el río. El agua fresquita y las arenas movedizas no se movían para nada. Después del baño, de nuevo atravesar el llano para llegar a la casa. En la tarde cuando la mamá regresó le contamos de nuestra expedición al río. Bueno, casi ardió Troya. Tuvimos que prometer que nunca más en la vida nos bañaríamos en el río.

La vertiente de Chigua.
El agua que se utilizaba en el fundo era potable cien por ciento (sin discusión) y nadie se preocupaba que no tuviera ningún tratamiento y que llegara corriendo sobre la tierra hasta el estanque que quedaba a mitad del cerro. A este estanque llegaba el agua por una canal que habían hecho en la falda del cerro. El agua venía de la unión de dos vertientes que bajaban de dos cerros. El cerro de la izquierda, el “Cerro de los copihues” y el cerro principal que no tenía nombre y por eso era “el cerro”. La vertiente resultante bajaba hasta que en un punto se había instalado una canaleta hecha de tablas, con la que desviaban el agua (la mitad se perdía en el corto trayecto) y la llevaba por el costado del cerro a una canal que finalmente la conducía al estanque. El estanque era de cemento, rectangular, totalmente abierto. Felizmente en esos tiempos no había que temer que alguien hiciera porquerías en el agua. Desde ahí el agua bajaba por una cañería, atravesaba la vega, cruzaba por debajo de la línea férrea y subía un poco hasta llegar a la casa. Había varias llaves. Algunas en la huerta donde se plantaban las semillas de pino insigne, otra en la huerta que tenía el mayordomo, una en la cocina de la casa y otra en el segundo piso. Finalmente había otra llave, que estaba siempre corriendo, frente a la cocina del mayordomo (al lado del castaño). Ahí se formaba una pequeña laguna en donde los patos de la Sra. María se bañaban. También servía para hacer tranques que no duraban mucho, ya que el agua siempre ganaba. El agua sobraba y la podíamos tomar  sin ningún miedo. Y era fresquita, tal vez con un poco de gusto a tierra, pero sin aroma a cloro.

Un pensamiento en “Concepción y Chiguayante de aquestos tiempos.”

  1. Un bello “fresco” de aquella época. Me sorprendió los muchos parecidos con vivencias de las vacaciones de mi niñez en Coliumo. En especial, la cercanía con niños de otras realidades sociales. La pichanga playera, las paletas, el chapuzón en el mar y la pesca hacían desaparecer ilusioriamente las diferencias sociales. Sin embargo, aquellas seguían ahí -silenciosas y omnipresentes- , aunque para los niños no tenían la importancia que el mundo adulto les asigna.

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