Educación religiosa

Educación religiosa

El objeto de estas líneas es el de dejar constancia de cómo se formó, desde el punto de vista  religioso, un cabro en los años 40 y siguientes. Este es un asunto muy personal y por lo tanto la forma en que hermanos o compañeros del colegio tomaban esas mismas directrices puede variar muchísimo. Esto es por lo tanto un relato totalmente subjetivo, pero no por eso menos real. Además, habría que decir, lo escribo cuando ya soy un hombre más que maduro y por lo tanto no lo puedo hacer con la perspectiva del momento en que las cosas ocurrieron.

Mis primeros recuerdos sobre la religión se refieren a la costumbre de rezar antes de dormir. “Ángel de la guarda mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Amén”.

Cuando ya éramos un poco más grandes, antes de entrar al colegio, íbamos los sábados a clases de catecismo adonde unas monjas españolas, que no usaban hábito, que nos contaban sobre la biblia. Tenían un inmenso libro, tamaño A1, a todo color.

Según mis recuerdos, a Dios le gustaba levantarse temprano, especialmente cuando llegaba la primavera.  Un día cuando ya estaba al final de su paseo y se dirigía tomar desayuno, se encuentra con Adán y Eva y los ve cubiertos con hojas de parra. Resultaba que hasta antes de comer la manzana, ellos andaban sin ropa por todos lados y lo encontraban de lo más normal. Pero después de comer la manzana, sintieron vergüenza de andar así y se las arreglaron para taparse con unas hojas que encontraron por ahí.

Dios que normalmente era bien tranquilo, cuando vio tirada en el suelo la coronta de la manzana del árbol prohibido, se enojó bastante y no les hizo caso cuando ellos dijeron que era culpa de la culebra. Consecuencia, les dio el sobre azul.

Bueno, el resultado fue que, aunque de mala gana, tuvieron que irse del Paraíso. El pobre Adán, que hasta ese día no hacía nada, se vio en la necesidad de trabajar y tuvo  que buscarse un empleo. Adiós a los tiempos en que se levantaba a la hora que quería, no tenía que hacer la cama, no tenía ir a la feria y después volver con un par de bolsas pesadas. La pobre Eva que hasta entonces, igual que Adán, se dedicaba solo a pasarlo bien, tuvo que empezar a la lavar la ropa a mano porque no tenía lavadora. Pero la peor parte se la llevó cuando tuvo que empezar a tener hijos con dolor.

Las páginas más impresionantes eran a propósito del infierno. Había varias fotos en las que se veían los  diablos, quienes además de que se les habían caído  sus alas de ángeles, ahora les habían salido cachos y cola y sufrían como diablo.  Las llamas iluminaban la escena. Era terrible. La parte inferior de la foto era roja por las llamas y ahí estaban los pobres diablos. Un poco más arriba estaban los que habían sido malos, pero no tanto, así es que solo se achicharraban un poco con el calor. Un poco más arriba, donde ya no hacía tanto calor, estaban los buenos. En la capa de más arriba estaban los ángeles y en la parte superior estaba sentado Dios envuelto en una gran capa. Esto era seguramente porque ahí arriba, probablemente, más bien hacía un poco de frío.

Pero después del catecismo nos daban una pastilla y todo se olvidaba.

Después, ya en el colegio, en clase de religión seguíamos aprendiendo. Después de la muerte, uno se podía ir a cuatro partes. Los buenos se iban directo al cielo. Lo no tan buenos, se iban inicialmente al purgatorio por algún tiempo hasta haber pagado sus pecados. Ahí tampoco se pasaba muy bien que digamos, pero por lo menos tenían esperanzas ya que después de cierto tiempo podían entrar al cielo también. Los malos se iban derecho al infierno, en donde se quemaban eternamente junto con los demás  diablos.

Había una cuarta categoría: el limbo. Ahí se iban todos los buenos que no habían sido bautizados. Lo más típico eran las guagüitas que, siendo buenas porque todavía no tenían idea de lo que pasaba, no podían entrar al cielo. Esto, porque por culpa de sus padres no habían sido bautizadas. Una cosa bastante injusta si se quiere, ya que las pobres no tenían ninguna culpa. Pero así eran las cosas y no había nada que hacer.

En primera preparatoria, con unos seis años, empezaba la preparación para la primera comunión. Ahí aprendíamos cosas más teóricas. Una de las más importantes era que había un solo Dios y que él estaba en todas partes. Una de las primeras dificultades se producía cuando explicaban que aun cuando Dios era uno solo, al mismo tiempo eran tres personas distintas: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Decían, que ese era el misterio de la Santísima Trinidad. Así, como era misterio, se obviaba el problema y no había necesidad de explicar nada.

También aprendíamos que había pecados, cosa muy necesaria para poder confesarse.  Esto era un requisito  previo a hacer la primera comunión. Los curas suelen empezar con la pregunta ¿cuánto tiempo que no te confiesas?  Pero esa vez no hacían esa pregunta porque, como era la primera vez, no tenía mucho sentido hacerla. Después había que contar los pecados y arrepentirse. El cura le daba a uno una penitencia: rezar un padre nuestro y tres avemarías. Esa penitencia era tipo estándar, independiente de la cantidad de pecados cometidos. Eso de los pecados, uno lo iba aprendiendo con los años. Lo más común era haber mentido, haber peleado con algún compañero, etc.

En clase de religión, los curas enseñaban los diez mandamientos y algunos de ellos eran muy claros y los entendía todo el mundo. Pero el sexto mandamiento, no se entendía. No fornicar. ¿Qué era eso? Pero uno tampoco le daba mucha importancia al principio. Después, por algún amigo, uno sabía que significaba que no había que tocarse el pirulín. Pero los curas nunca lo decían. Era como un pecado secreto. Muy secreto. Tan secreto, que no se podía explicar.  Más tarde, con unos doce años, se empezaba a descubrir lo que era la masturbación. Eso pertenecía al capítulo de la fornicación. Pero de nuevo, nunca un cura lo mencionó en clases de religión. Había cosas más importantes que tratar. Con el tiempo uno aprendía sobre las variantes que comprendían la fornicación, por conversaciones con los amigos. Nunca de parte de los curas.  Sobre cómo se hacían las guaguas, jamás una palabra. Eso era parte del secreto de la fornicación.  Un día un amigo me contó que para hacer los hijos, el hombre introducía el pene en la vagina de la mujer. Recuerdo que al escuchar eso, yo le respondí.       – No puede ser. La Virgen no iba a dejar que le hicieran eso.

Cada uno tenía un director espiritual, que era el cura con quien uno se confesaba. Yo, el pánfilo, le conté lo que me había contado mi amigo. No sé si eso fue como parte de una confesión, o en una conversación “off the record”. Este cura después retó a mi amigo y éste nunca me dijo nada. Muchos años después, ya adultos, este amigo me echó en cara una vez el que yo le hubiera contado al cura esa conversación. Treinta años después, todavía recordaba mi indiscreción, o mejor dicho, mi traición.  Bueno, en fin, yo supe cómo se hacían las guaguas por mi amigo. Los curas no lo habían mencionado jamás. Pero era entendible. No podían pasar a llevar el secreto máximo: la famosa ley Nº 6.  Además, la ley Nº 8, la de no desear la mujer de tu prójimo, también pertenecía a este secreto y naturalmente nunca hubo tampoco alguna explicación. Debemos haber tenido por lo menos dos veces por semana clases de religión. Más tarde alguna vez se llegó a mencionar que también eran pecado los malos pensamientos y los malos deseos (naturalmente, todos con respecto a la ley Nº 6). Pero nunca tan claro como para saber a qué categoría pertenecían esos pecados: veniales o mortales. Por ahí alguna vez se aclaró que la masturbación pertenecía a la categoría de los mortales. Pero después un compañero comentaba que tal  o cual cura le había dicho que era mortal solo si se llegaba a la eyaculación. O sea, lo mortal según su cura, era la eyaculación. Un día por una casualidad, supe que eran pecados mortales todos los que tenían que ver con la sexualidad. Al parecer, el sexo, además de secreto, era intrínsecamente perverso.

Habían varios tipos de pecado: Los veniales, por los cuales uno se iba solamente al purgatorio. Los mortales, por los cuales uno se iba derecho al infierno. Adicionalmente, había otros dos pecados mortales. Los sacrilegios, como por ejemplo comulgar habiendo cometido un pecado mortal, sin haberse confesado  antes y finalmente el último pecado era el contra el Espíritu Santo. Este era algo así como no inflar a Dios. Este no tenía perdón.

Pero había un quinto pecado, que quedaba algo así como fuera del listado de los pecados que uno podía elegir de cometer. Se trataba del pecado original. Este pecado no se podía cometer. Solo se podía tener. Resultaba que cuando una guagua nacía, inmediatamente le aparecía este pecado. No es que lo hubiera cometido. No. Simplemente ahí aparecía solo. Una diferencia entre este pecado y los otros era que no se podía eliminar con la confesión. Nadie se podía confesar de un pecado que no había cometido y que solo lo tenía por cosas de la vida. Pero las cosas no eran tan graves. El asunto se solucionaba fácilmente. Bastaba que alguien lo bautizara a uno y listo. Quedaba anulado.

Un pecado mortal típico era no ir a misa los domingos o los festivos. A la misa se podía llegar atrasado, pero había que llegar antes del ofertorio. Si llegabas más tarde no valía. Había compañeros que se quedaban conversando en choclón afuera de la iglesia y estaban al aguaite para entrar justo antes del ofertorio. Esto, porque eso de saltarse la primera parte de la misa era solo pecado venial.

Había dos formas fáciles de no irse al infierno. Algo así como contratar un seguro, que en lugar de ser  contra incendio, era contra infierno. Eran la modernización de las indulgencias plenarias que alguna vez se habían vendido durante la época del renacimiento. Una era haciendo los nueve primeros viernes. Esto consistía en comulgar en serie ininterrumpida los primeros viernes de cada mes, durante nueve meses. Otra era llevar un escapulario de la Virgen del Carmen. Este era un trapito con una figura de la virgen con un cordelito que se colgaba tipo medalla en el cuello y no se sacaba ni de día ni de noche. No recuerdo muy bien cómo funcionaba este último seguro, pero como era un poco antihigiénico creo que cayó en desuso.

En los últimos años de colegio a mí me empezaron a entrar dudas sobre Dios. A mí, Jesús me parecía buena onda y creía en él. Pero el Dios padre, definitivamente no me caía nada de bien. Haber dejado que crucificaran a su hijo, no me parecía nada correcto. Además, siempre estaba mirando a la gente que le rezaba, con esa cara de pocos amigos. Y ahí estaba en el mural principal en la catedral de Concepción, con el dedo parado, mirando enojado (creo que Lagos se lo copió a él). Yo no lo quería nada, a pesar que con esto violaba la primera ley. En realidad, no creo que nadie lo hubiera querido demasiado. Pero nadie lo decía.  En cuanto al Espíritu Santo, este nos tenía sin cuidado.  Debido a mis preguntas sobre la existencia de Dios, mi director espiritual, tal vez aburrido por mi impertinencia, me indicó que fuera a consultar la Suma Teológica de Santo Tomás. Este  libro estaba en la biblioteca del colegio y era un gordo mamotreto de unos 12 cm de espesor. Felizmente el santo había tratado el tema de la existencia de Dios solo en unas cuantas páginas. Eran cuatro las pruebas que él daba. Las leí cuidadosamente y no me convencieron para nada. Pienso que el santo, muy santo habrá sido, pero lo que es como filósofo dejaba bastante que desear.

En los primeros años de universidad, todavía creía. Es difícil zafarse de cosas que le han enseñado a uno desde que nació. Todavía iba a misa. Entré a la Acción Católica universitaria, pero no duré mucho. Solo hablaban y no hacían nada. Recuerdo que cantaban los salmos.  Hasta que un día me dije “esta cosa ya no da para más”. Estando en vacaciones en Concepción, fui un día a la Parroquia Universitaria a hablar con el cura  Pedro. Este era un cura inteligente y buena onda. Al final de la conversación le digo

– Dígame padre. ¿Si yo hubiera nacido en Inglaterra, cree usted que yo sería católico hoy?

– No – me dice. Probablemente serías anglicano.

– Entonces padre ¿qué valor tiene el que yo sea católico?  Al final, no es más que el resultado de haber nacido en esta sociedad. Considero entonces  que no tengo por qué seguir siendo católico. No hay una verdad involucrada en el hecho de ser católico o mahometano. El haber nacido en una sociedad católica no es razón suficiente para que yo sea católico. Existen decenas de religiones en el mundo y todos los fieles creen que la suya es la verdadera.

– Si lo ves así, no te puedo decir nada – me responde el cura Pedro.

 

Fue así como me liberé de la religión. Un tiempo después me liberé también de Dios. Y nunca me han hecho falta ni los he echado de menos. Recuerdo que cuando le conté a mi mamá que no creía en Dios, ella me dijo – esto que me dice, mi hijito, es como si me hubieran clavado un puñal en el corazón.

Como consecuencia de mi apostasía, sin un Dios que me explicara lo desconocido, tenía que revisar mis conocimientos.

El nacimiento, el amor y la muerte son parte de la vida.  Los seres humanos estamos insertos en el desarrollo del universo. No soy capaz de saber si antes del Big Bang pudo haber existido o no algo que se rigiera  por leyes quizás aún más desconocidas que las que hoy se conocen. No soy capaz de entender cómo en determinadas condiciones la materia inanimada fue capaz de producir materia que, valiéndose de la energía disponible, logró iniciar una vida vegetal. Tampoco entiendo cómo en determinadas condiciones, el desarrollo derivó en una vida animal. Y que en un momento dado, esa vida llegó a ser consciente de su existencia, de que vive y que va a morir.

Pero mi incapacidad de entender eso, no implicaba que debía recurrir a un Dios para explicar, sin realmente explicar, lo que no lograba entender.

Como no quería retroceder, e inventarme un Dios o algo parecido, tampoco quería inventarme que existía otra vida después de la muerte. Y no me preocupaba demasiado.  Me decía. Amo la vida, pero no me rebela la idea de la muerte. Naturalmente, rechazo el dolor. Si alguna vez me tocara que la muerte se aproxima en un proceso doloroso, quiero ser libre de terminar mi vida como y cuando yo decida. Mi vida es mía. No quiero que nadie se interponga. Ni la sociedad, ni alguna religión, ni algún partido, ni el Papa.

Si hay algo que lamento por tener una vida tan efímera, es el hecho de que no voy a alcanzar a entender esta vida que me presenta tantas interrogantes. Más que la muerte, me mata la curiosidad que quedará insatisfecha.

 

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