El Número Siete

El número siete

Estaba en Berlín Occidental a la espera de que me resultara la visa a Australia o Canadá. Tenía un permiso de trabajo muy limitado y trabajé en diferentes cosas. Durante un tiempo estuve trabajando como electricista en una construcción de un teatro en el centro de Berlín y allí conocí a Jimy. Éste era un polaco del que nunca tuve muy  claro cómo había llegado a Berlín Occidental. Y, cosa aún más rara, cómo había obtenido permiso de trabajo permanente. Nuestro trabajo consistía básicamente en instalar cables de cientos de metros de longitud, de entre veinte y treinta milímetros de diámetro. La cuadrilla empezaba a desenrollar el cable de los tambores y empezaba a avanzar por una ruta determinada hasta que el extremo inicial llegaba a su destino. Luego había que subirlo a las bandejas que alojaban decenas de estos cables. Un trabajo nada  intelectual y por cierto bastante bruto. Entre los colegas de trabajo, un tercio por lo menos no eran alemanes. Cuando la construcción terminó, nos despedimos con Jimy y yo pensé que no lo volvería a ver.

Sin embargo, varios meses después un día me llamó y me preguntó si estaría interesado en trabajar para los aliados en Berlín.  Me explicó un poco de qué se trataba y yo manifesté mi interés. A los pocos días me volvió a contactar para que me presentara a una entrevista. El lugar de trabajo era la cárcel de Spandau en Berlín (Spandau Allied Prison). La entrevista se realizó en los edificios exteriores a la cárcel y el entrevistador era un coronel ruso. Me explicó que estaba postulando a secretario en la cárcel de los aliados de Spandau.  Le indiqué que yo no tenía permiso de trabajo y que solamente podía hacerlo unos pocos meses al año. Él me dijo que eso no importaba, porque los Aliados no se regían por las leyes alemanas. Los Aliados me darían a mí el permiso de trabajo. Naturalmente, yo debía cumplir con las cotizaciones de salud y jubilación establecidas por los alemanes. Pero fuera de esas dos cosas, yo no tendría nada que ver con el estado alemán. Yo dependería exclusivamente de los Aliados. Me indicó cual era la forma de trabajo, el horario, el sueldo y en fin todo lo que debería saber. Nos despedimos y dos semanas después me avisaron que estaba contratado.

Los primeros días me indicaron los detalles del trabajo.  Yo tendría un permiso de entrada a la prisión, el cual se renovaba en forma mensual y debía estar firmado por los cuatro directores. La cárcel, un edificio gigantesco hecho para albergar 600 prisioneros, alojaba en ese momento un solo prisionero – Rudolf Hess.  En la prisión no se podía hablar de Hess. Él era el N°7. En todo momento había que referirse al N°7, incluso en los documentos que se producían.  La prisión era resguardada por miembros de los cuatro ejércitos aliados, los cuales se turnaban mes a mes. Enero los Ingleses, febrero los franceses, marzo los rusos, abril los estadounidenses y la ronda se volvía a repetir. Esta guardia armada solo cuidaba el exterior de la prisión y no tenía ningún contacto ni con el preso, ni con sus guardias ni con los demás empleados. El N°7 solo tenía contacto con los guardias, unos cuatro por cada país, con los enfermeros, con el cura que lo visitaba rara vez, con los directores y sus segundos, lo que no ocurría a muy a menudo y con ocasionales visitas como la de su abogado o algún familiar. Cualquier otro contacto directo o indirecto con personas, era totalmente prohibido. Por ejemplo, estaba prohibido contactar al cocinero, para explicarle con más detalle qué era exactamente lo que quería de almuerzo (algo que el N°7 ya había solicitado por escrito al especificar el menú del día). O enviar una misiva al secretario (en ese caso a mí), explicando detalladamente cómo era el chaquetón que él quería que se le comprara. Esta misiva, algo totalmente ilegal como ya dije,  me la hizo llegar a través de uno de los guardias ingleses. Una falta grave del guardia que le podía haber significado serios problemas. Bueno, también una grave falta del secretario al aceptar un mensaje del N°7. Como era de esperar, de esta misiva nunca supieron los directores.  El papel lo hice desaparecer y todavía lo conservo.

En la secretaría, junto con una fotocopiadora, había una máquina trituradora de papeles. Esta se usaba para destruir cualquier papel que hubiera pasado por las manos del N°7. Por ejemplo, él hacía una rúbrica en la primera página de todos los diarios que entregaba de vuelta. Una rúbrica del N°7 podría haber sido un tesoro para ciertas personas. Yo guardo varias de éstas, claro que no como tesoro sino como trofeo. Naturalmente, esto último también algo totalmente prohibido. Ocasionalmente, algún director personalmente hacía uso de la trituradora.

Los secretarios no podíamos ver al N°7.  En una ocasión, el  N°7 iba a recibir una visita de su abogado. La sala en la que se realizaban las visitas quedaba al frente de la secretaría. La visita se iba a hacer ante la presencia de Mr. King (el director de EU). El abogado había llegado y Mr. King estaba en la secretaría conmigo esperando que entrara el N°7 en la sala de visitas. Avisan que el N°7 viene llegando y Mr. King sale de la secretaría, deja la puerta abierta, entra a la salita y deja la puerta de ésta también abierta. Entonces veo al N°7.  Un hombre alto, de pelo totalmente blanco, con una cara de abuelito bueno, que caminaba apenas, arrastrando los pies. Después Mr. King cierra la puerta. Esta situación era típica de los estadounidenses. Creo que ellos disfrutaban llevando la contra. No solo a los rusos, sino a los ingleses y franceses también. Si un secretario no podía ver al N°7, él se las arreglaba para que sí lo pudiera ver. Si los diarios debían ser censados, ellos no lo aceptaban y el diario de ellos entraba sin ningún tipo de censura.

Los directores se reunían una vez a la semana y los secretarios preparaban y ejecutaban lo que ellos definían. El idioma oficial era el alemán, pero en la prisión y en los edificios colindantes no podían trabajar alemanes. Los secretarios tenían labores como las de  preocuparse de las minutas, preparar las sala para las reuniones y otras labores menores que los directores solicitaran. El ambiente era como se espera que debe ser entre diplomáticos. La vestimenta era o con uniforme o de terno y corbata. Esto incluía naturalmente a los dos secretarios. Con respecto al idioma oficial, el alemán, había algunas excepciones con algunos guardias ingleses. Varios de ellos solo hablaban su idioma y era aceptado en forma extra oficial que ellos se comunicaran en inglés. Fuera de estos casos, había otra excepción. El cocinero español y yo conversábamos en castellano.

Un aspecto interesante en esa convivencia de los aliados eran los cambios de guardia. Todos lo meses cuando la guardia militar de un país se retiraba y la nueva guardia entraba, había una ceremonia de cambio de guardia en el patio del frente de la prisión. El cambio más pintoresco era cuando los franceses eran reemplazados por los soviéticos. Los franceses eran en promedio relativamente bajos en relación a los rusos que eran de un metro noventa para arriba. Los franceses con un marchar tranquilo, mesurado, y frente a ellos los rusos con un marchar marcial que parecía querer arrasar con los que estaban al frente. Fuera de esos cambios de guardia, los militares eran prácticamente invisibles. Estaban permanentemente armados, pero jamás se escuchaba una orden y menos aún un disparo.

El N°7 recibía todos los días cuatro diarios. Cada país elegía uno y decidía sobre él. Los soviéticos ordenaban el Neues Deuschland, el diario oficial del partido socialista alemán (RDA). El Frankfuter Allgemine era el diario de los EU. Los ingleses y franceses tenían diarios que hoy son solo semanales, como Die Welt  o Die Zeit. Con excepción del Frankfurter Allgemeine, los otros tres diarios debían ser previamente censados. Se trataba que todas las noticias relativas a la guerra, a los nazis y temas relacionados, debían ser recortados. Los recortes se guardaban y coleccionaban. Una vez a la semana un inglés revisaba las colecciones. Solo el  Frankfurter Allgemeine era enviado al N°7 sin ningún tipo de censura.

El país a cargo en un mes determinado, era responsable, además de la custodia militar de la prisión, de la alimentación del personal. El mes de los soviéticos había sido criticado por tener la alimentación de menor calidad. Sin embargo, en el tiempo en que yo estuve ahí, esto no era efectivo. Puede que en el pasado lo hubiera sido. Los almuerzos después de las reuniones eran muy de etiqueta. El director a cargo indicaba la posición en la mesa de cada uno de los invitados. Era labor de los secretarios poner frente a cada puesto el nombre del invitado que correspondía. Incluso la ubicación de los secretarios era definida por el director. Antes del almuerzo, los invitados pasaban a un salón en donde se servía un aperitivo. Por lejos los más regados eran los del mes de los rusos.

Spandau era uno de los dos lugares en donde estos cuatro países se reunían periódicamente como parte de las operaciones cuadripartitas de los aliados. El otro lugar era el centro de control de vuelo de las cuatro potencias. Pero claro, este último era bastante diferente. En Spandau el ambiente era bastante distendido, aun cuando a menudo se deslizaban algunas puyas. La cárcel estaba en el sector inglés, razón por lo cual este país tenía algunos privilegios. Por ejemplo, los edificios exteriores que pertenecían al complejo, dependían de los ingleses.

En una ocasión yo estaba almorzando y aparece un técnico de la compañía de teléfonos, en este caso, sí, un alemán y me dice

– Acabo de hacer la mantención del teléfono y todo está bien. En cuanto al micrófono, le haré mantención la próxima vez.

Sin más comentarios el técnico se retira. Un rato después me encuentro con el segundo hombre de los franceses. Y le informo

– Herr Debrais. Se acaba de hacer mantención del teléfono. El técnico me ha informado que el teléfono está en orden y que el micrófono lo revisará en la próxima oportunidad.

Lo divertido del asunto, era que tanto el técnico, como el secretario como el el francés, actuaban sin comentarios, como si la existencia de un  micrófono en el teléfono fuera algo totalmente normal.

De vez en cuando el día de la visita había invitados especiales del país a cargo. En una oportunidad los rusos invitaron al general a cargo de las tropas del ejército soviético de Alemania Oriental. Éste era el oficial soviético más importante residente fuera de Rusia. Y este general llegó acompañado por una joven teniente, extraordinariamente bonita. Se trataba de la amiga del general. Durante el almuerzo, este militar no se molestaba en disimular su enamoramiento.  Nunca ninguno de los otros tres directores cometió alguna vez semejante transgresión al esperado comportamiento diplomático como lo hizo este general.  Sin embargo, ningún director dio señas de que la situación lo incomodara.

Un día estaba almorzando junto a Herr Filatov (el segundo de los rusos). Por alguna razón él me supuso lazos con los polacos y me dijo

– ¿Parece que hay muchos polacos en Chile, no?

– No – le respondo –. Pero sí hay algunos rusos. Yo personalmente tengo una prima rusa. Una prima política.

– Y cómo es eso – me dice él.

– Bueno, muy simple. Él estaba en La Unión Soviética, allí conoció a una traductora rusa, se casaron y ahora están en Chile.

El ruso no inquirió más detalles, aunque la cosa daba para picar la curiosidad de cualquiera. Tal vez pensó que no convenía hacer olitas. Estoy seguro que no solo los rusos hicieron averiguaciones. Pero yo no había hecho nada censurable. No había ocultado nada. No tenía por qué haberlo contado si nadie me lo había preguntado.

Herr Filatov, era ajedrecista, bastante conversador e hicimos buenas migas. Un día me pregunta si le podría conseguir esas máquinas de afeitar desechables. Yo sabía que en la RDA no había ese tipo de cosas y sabía también que ellos no tenían divisas occidentales. Además ellos viajaban desde Berlín Oriental a la cárcel y desde la cárcel a Berlín Oriental sin jamás pisar Berlín Occidental. Fue así como un día llegué con unas cuantas de esas máquinas y se las regalé. Unos días después él me hizo un regalo a mí. Me regaló dos preciosas cucharas rusas de madera con adornos grabados.

Los rusos eran diferentes a los demás. Tenían relaciones casi amistosas con la gente. Antes de llegar a Spandau, me ocurrió una vez algo que ilustra un poco esa forma der ser. Estaba con mi hijo de tres años en la estación principal de Berlín, esperando que saliera el tren a Dresden.  Entré a un compartimento que estaba vacío y al rato entra un oficial ruso. Se sienta frente a nosotros guarda su maleta y acomoda un bolso a su lado. Por la abertura de la bolsa se asomaba una botella de Vodka. Se notaba que el hombre estaba algo contento, pero al parecer no se acordaba de su botella. De repente, se para y sale del compartimento. A los tres minutos vuelve con un chocolate en la mano y se lo regala a mi hijo. Nosotros no sabíamos  ruso y él probablemente no sabía alemán. Por lo tanto, no había posibilidad de comunicación hablada. Pero sí había comunicación.

El director francés y su segundo eran civiles. El director inglés, (Lt. Col. Tony Le Tissier. Ver nota 1),  era un coronel retirado y su segundo era un oficial en servicio activo. El director estadounidense (Mr. King) era un civil y el que hacía de segundo era un civil, gendarme de profesión (Mr.- Robinson).  Mr. King asistía siempre con una señora, que era traductora de ruso. El director soviético era un coronel del ejército y asistía siempre con una joven oficial, la teniente Valentina, que era traductora de francés.

En una ocasión ocurrió algo con esta teniente. Ella era una mujer muy joven, buena moza, de tez clara, rubia y preciosos ojos azules. Era muy reservada, pero muy amable y tenía excelentes relaciones con todo el mundo. Su tenida habitual era un uniforme con falda y botas altas. Tenía una figura bastante atractiva y usaba una falda bien ajustada. En una ocasión ella se retira de la oficina y naturalmente la vista se va hacia ella. La teniente caminaba en forma muy agraciada, nada de aspavientos, muy femenina y recatada. Con clase, se podría resumir. Después que ella se fue, le digo a mi colega

– La teniente Valentina camina muy bonito.

– No sé, yo creo que todas las mujeres caminan igual – me responde.

– O sea que tú crees que las brasileñas y la mujeres alemanas caminan igual – le replico.

Ahí había terminado la historia. O al  menos, eso creía yo.  Yo me atraso un poco para llegar al almuerzo. Cuando voy llegando, escucho risas bastante fuertes y cuando entro estas se acaban. Me pareció raro, pero ahí quedaron las cosas para mí.  Unos días después, el polaco me dice que le había contado a la teniente Valentina mi dicho sobre su caminar. No podía creer lo que este colega había hecho.

– Cómo pudiste hacer eso. Me parece que estás loco. Eres peligroso.

–Tú no me dijiste que no lo contara

– Pero hombre. Se subentiende que algo así no lo puedes contar. No es necesario que te diga que no lo hagas. Simplemente, creo que estás mal de la cabeza. Y naturalmente, ahora ella está enojada conmigo.

– No, ella no está enojada – me responde.

Ahí terminó la conversación.  Ella y los directores sabían ahora que yo encontraba que ella caminaba bonito. Así era la situación y no podía hacer nada para cambiar las cosas. Gracias a la bocaza de mi colega polaco.

Los rusos eran los más simpáticos, pero eran especiales. Existía la costumbre de que después de la reunión semanal, los directores y sus invitados almorzaban juntos. Al salir de la prisión para ir al lugar del almuerzo, el director de turno invitaba personalmente, cada vez, a los secretarios a almorzar con ellos. Se trataba entonces, no de un derecho. Se trataba de una atención que el director hacía a los secretarios. En una ocasión yo di una opinión creo que  totalmente respetuosa y conforme al ambiente diplomático que imperaba. Fue un detalle, tan detalle para mí, que no le di importancia. Fue algo relacionado con mi vida en la RDA. Al salir a almorzar, el director ruso no nos invitó. En toda mi estadía, esa fue la única oportunidad en que no fuimos invitados a acompañar a los directores.  Me quedó  claro que los soviéticos tienen una sociedad en la que no se usa demasiado exteriorizar opiniones personales. Las cosas son de una sola manera. No se puede poner en duda la verdad. Se puede tener su propia opinión, pero siempre que se la guarde para uno mismo.

El director yanqui, Mr. King, era un caballero bajito, muy amable. Pero el segundo, el que era gendarme de profesión, era un pelma. La oficina en la que yo trabajaba era bastante grande y cerca de mi lugar de trabajo había un lugar vacío. Este gringo, que no tenía nada que hacer en la secretaría, porque él tenía la categoría de guardia, se instalaba a teclear en la máquina disponible. Era capaz de escribir por horas. Y con frecuencia pedía que le dieran frasquitos de esa tinta correctora (white ink).

El Jimy decía. -Este gringo parece que se traga la white ink.

Nunca supe qué es lo que escribía. Tampoco se lo pregunté. El cocinero español lo había apodado El Graso. Un día yo le dije.

– ¿sabe usted Mr. Robinson que yo soy americano?

El gringo llegó a dar un respingo. No pudo disimular el sentimiento de sentirse ofendido (este pobre  sudamericano no puede ser americano).

Sí señor – agrego–.  Yo soy americano. Pero claro, no soy estadounidense.

Este Mr. Robinson me incomodaba con sus permanentes comentarios sobre  sobre su jefe, quien era una excelente persona. Él se consideraba un gran “gendarme profesional” y miraba en menos a su jefe que era “solo un civil”. Un día le comento al francés que pensaba que debía ser un problema para Mr. King el tener que trabajar con Robinson, quien todo el tiempo hablaba en contra de él.

Algunos días después del comentario, llega  Mr. King a la oficina y sorprendentemente me da la mano y me da las gracias. No abunda en explicaciones. Aun cuando en Alemania es común el saludo diario con la mano, esa costumbre no existía en Spandau. A lo más, un saludo de mano la primera vez cuando uno se presentaba.

Días más tarde, Robinson me da a entender que yo lo había traicionado. Y después se tomó su pequeña venganza.  Un día el director inglés me entregó un plano de la prisión y me pidió que se lo guardara. Yo lo recibí y lo dejé encima de mi escritorio. Un rato después me llama por teléfono Mr. Robinson. Me dice que los electricistas tienen un problema en el lado sur del edificio. Que debo ir a ver de qué se trata. Salgo de la oficina, voy a l lugar en cuestión y no había tal problema. Regreso a la oficina y me doy cuenta que el plano de la prisión había desaparecido. Pregunto en la guardia por Mr. Robinson y me dicen que había ido a almorzar a su casa. A la hora de almuerzo converso con  uno de los guardias ingleses y le cuento sobre la desaparición del plano. Como él sabía que Robinson se lo llevaba metido en la secretaría, me pregunta por él. Le respondo que él no estaba porque se había ido a su casa. Al día siguiente el director inglés me pide un relato por escrito de lo sucedido. Nunca más se habló del tema.

Un par de semanas después llega el director inglés en un momento en que Mr. Robinson estaba instalado como siempre tecleando en el escritorio del lado.

-Herr Rivera – me dice

-Aquí tiene usted este plano. Guárdemelo por favor.

Yo miro disimuladamente a Robinson y veo que ya no escribe y que está muy atento a la entrega que se me está haciendo. Tomo el plano, me voy a la oficina del lado y le pido al otro secretario que por favor me lo guarde.  Me quedó muy claro que nadie dudaba de quien había robado el plano.

En otra oportunidad este gringo me comenta. – ¿sabía usted que a Herr Filatov (el civil que hacía de segundo de los rusos) lo vieron en Berlín Oriental en uniforme?

Un par de días después, durante el almuerzo con los directores, yo estaba sentado frente a Sergei quien en ese momento reemplazaba a Herr Filatov. Al su lado estaba la teniente Valentina.

–Sergei– le digo.

– ¿Quiere usted que yo le cuente algo? Pero solo lo diré si se compromete a no preguntar por la fuente de la información. ¿Quiere que le cuente?

Serguei lo piensa unos segundos y responde

– Sí. Dígamelo.

Me aprontaba a empezar cuando él me interrumpe

– Pero quién, quién fue.

– Ah, no, le digo yo. Todavía no he empezado y ya me ha preguntado por la fuente. No, no le contaré nada.

Perdón, perdón -me dice-.  Cuente. No preguntaré más. Entonces cuento la mini historia del civil en uniforme militar.

–Y se lo ha contado a Herr Filatov– me pregunta.

–No todavía no lo he hecho. Lo supe recién. Pero lo haré.

Unos días después se lo cuento a Filatov.

– Claro me dice. Cuando llego a mi casa, en lugar de ponerme el pijama, me pongo el uniforme.

Conversando sobre las peculiaridades de la prisión, le dije una vez a Jimy.  -Aquí, la mayoría de los que trabajan pertenecen a alguno de los servicios secretos. Por ejemplo, Sergei seguro que es de la KGB. Si no, ¿por qué tanto interés en saber quién era el de la información?

Una vez el director inglés llegó con un informe sobre la guerra de las Malvinas que había ocurrido recientemente. Me solicita que le hiciera una copia. Como a mí me interesaba el tema, me arriesgo un poco (o como pienso hoy, bastante más de lo necesario)  y  hago dos copias. Terminado, entrego el original y la copia pedida. Le cuento a Jimy del informe que tenía y él me lo pide para verlo. Unos días después le digo que me lo pase por que quería leerlo y me responde que no lo tiene. No me da explicaciones. Como yo sabía que lo que había hecho era totalmente ilegal, no me quedó más que aceptar que el informe ya no estaba. Unos días después encuentro las tres últimas páginas que se me habían quedado en el cajón donde había guardado la copia. Le entrego a Jimy  las hojas y él se mostró, muy pero muy molesto por las tres hojas olvidadas. Desde ese momento me quedó claro que él cooperaba con la KGB.   Más o menos un año después Jimy tomó vacaciones y fue a EU. Cuando volvió le informaron que había perdido su trabajo. Los rusos no podían permitir un tan evidente doble agente.

El N°7 tenía entre sus obligaciones, el entregar cada día el menú de lo que él deseaba comer al día siguiente y dos cocineros eran responsables de preparar sus pedidos. Algunas veces tenía solicitudes bastante especiales, como cuando escribió que quería ensalada de atún pero sin atún.

Algo parecido ocurría con su ropa. Hacía ya tiempo que no vestía su ropa de prisionero con el número 7 en un parche de 10 cm por 10 cm. Podía pedir qué ropa quería. Conocido fue el caso en que explicaba con pelos y señales cómo era el chaquetón que quería. El chaquetón se parecía a uno que utilizaba unos de los guardias rusos, pero se diferenciaba de este en por lo menos diez cosas.

Mi colega polaco era bastante especial. Él decía –El sistema capitalista es una jungla. Y él actuaba sintiéndose bien integrado a la jungla que denostaba. Tenía por costumbre enviar paquetes a su hija que vivía en Polonia, en forma semanal. Él, haciendo uso de su posición, pedía a los encargados de la cocina todo tipo de alimentos no perecibles. Hacía un paquete e iba personalmente al correo para enviarlo. No dejaba de parecerme rara su costumbre. Pensaba que por lo menos los rusos deberían estar seguramente informados de su robo semanal, pero que como una forma de tenerlo a su lado hacían vista gorda.

En una ocasión, para una semana santa, él me dice.

-Tendrás que venir los cuatro días porque yo no estaré. Desgraciadamente estos días no se te pagarán, porque los directores no lo aceptan.  Sin conocer muy bien los reglamentos, le hice caso y estuve trabajando los cuatro días (en Alemania el lunes es también feriado). Bastante tiempo después, él tomó vacaciones. Por casualidad encontré una planilla de sueldos y para mi sorpresa, los cuatro días de pascua que yo había trabajado (gratis), aparecían pagados a su sueldo, incluidos los porcentajes extra que se pagaban por trabajos en días feriados. Ese era mi amigo, que al parecer se había acostumbrado demasiado bien a la vida en la jungla.

Otra de las pocas veces en las que yo desobedecí el reglamento, fue un día en que estaba totalmente solo en las oficinas. La vida como secretario se realizaba completamente en el primer piso. El lugar más importante era la sala de los directores. A su lado estaban las oficinas de los secretarios. Al frente de estas oficinas estaba la sala de visitas. Un poco más lejos estaban los baños y el acceso a la prisión misma. Una amplia escala conducía a un segundo piso al que nunca entraba nadie. Ese día, decidí subir a conocer. Lo primero que encontré fue una capilla bastante grande, toda llena de polvo. Llamaba la atención un gran púlpito con una elaborada escalera de caracol. Entré en unas habitaciones laterales y en una de ellas me encontré con una sorpresa. Un ataúd. Recordé entonces que  se decía que el ataúd del N°7 se había mandado a hacer hacía ya tiempo. Bueno, resultó  que no era un rumor infundado.  En unos estantes encontré un parche con el número del prisionero. Estaba nuevo y ya no se usaría nunca. Decidí guardarlos como recuerdo. Por ahí lo tengo todavía.

Yo había postulado para emigrar a Australia. Cuando me dieron la visa, solicité vacaciones y partí  a Melbourne. Al poco tiempo renuncié y así terminaron mis relaciones con Spandau. Un tiempo después supe que el N° 7 se había suicidado. Esto ocurrió en diciembre, en el mes de EU. Este suicidio, tal como lo relataban, era totalmente inverosímil. Yo lo había visto caminando, a penas, arrastrando los pies penosamente. Era absolutamente imposible que él se hubiera podido subir a una silla y se hubiera ahorcado con el cable del teléfono. Si su muerte fue por ahorcamiento, como se anunció, esto requirió de la ayuda de un par de guardias en buenas condiciones físicas.  Se trataba de parar sobre una silla a un peso nada despreciable, que además no estaba en condiciones de ayudar en lo más mínimo. El N°7 sabía que los rusos habían rechazado innumerables veces la liberación solicitada por las otras tres naciones. Y no podía esperar que algún día fueran a cambiar de opinión. Está claro para mí que fue un suicidio asistido y que éste había sido muy bien programado por los estadounidenses.

Rudolf Hess, seen here in prison in Nuremberg in 1945, was the last inmate of Spandau Prison.

Rudolf Hess, sentenced to life but not released due to ill health like Raeder, Funk, or Neurath, served the longest sentence out of the seven and was by far the most demanding of the prisoners. Regarded as being the ‘laziest man in Spandau’, Hess avoided all forms of work that he deemed below his dignity, such as pulling weeds. He was the only one of the seven who almost never attended the prison’s Sunday church service. A paranoid hypochondriac, he repeatedly complained of all forms of illness, mostly stomach pains, and was suspicious of all food given to him, always taking the dish placed farthest away from him as a means of avoiding being poisoned. His alleged stomach pains often caused wild and excessive moans and cries of pain throughout the day and night and their authenticity was repeatedly the subject of debate between the prisoners and the prison directors

Raeder, Dönitz, and Schirach were contemptuous of this behaviour and viewed them as cries for attention or as means to avoid work. Speer and Funk, acutely aware of the likely psychosomatic nature of the illness, were more accommodating to Hess. Speer, in a move that invoked the ire of his fellow prisoners, would often tend to Hess’s needs, bringing him his coat when he was cold and coming to his defense when a director or guard was attempting to coax Hess out of bed and into work. Hess occasionally wailed in pain at night, affecting the sleep of the other prisoners. The prison’s medical officer would inject Hess with what was described as a “sedative” but was in reality distilled water and succeeded in putting Hess to sleep. The fact that Hess repeatedly shirked duties the others had to bear and received other preferential treatment because of his illness irked the other prisoners, and earned him the title of “His imprisoned Lordship” by the admirals.

Hess was also unique among the prisoners in that, as a matter of dignity, he refused all visitors for more than twenty years, finally consenting to see his adult son and wife in 1969 after suffering from a perforated ulcer that required treatment at a hospital outside the prison. Fearing for his mental health now that he was the sole remaining inmate, and assuming that his death was imminent, the prison directors agreed to slacken most of the remaining regulations, moving Hess to the more spacious former chapel space, giving him a water heater to allow the making of tea or coffee when he liked, and permanently unlocking his cell so that he could freely access the prison’s bathing facilities and library.

Hess was frequently moved from room to room every night for security reasons. He was often taken to the British Military Hospital not far from the prison, where the entire second floor of the hospital was cordoned off for him. He remained under heavy guard while in hospital. Ward security was provided by soldiers including Royal Military Police Close Protection personnel. External security was provided by one of the British infantry battalions then stationed in Berlin. On some unusual occasions, the Soviets relaxed their strict regulations; during these times Hess was allowed to spend extra time in  the prison garden, and one of the warders from the superpowers took Hess outside the prison for a stroll and sometimes dinner.

https://en.wikipedia.org/wiki/Spandau_Prison#Daily_life

Nota 1

 

 

 

 

https://www.facebook.com/commonwealthforces/videos/changing-the-guard-at-spandau-prison-berlin-1966/1568656813216045/

https://www.youtube.com/watch?v=2B6yFkUvBxc

https://www.youtube.com/watch?v=wgLmtNmPYSw

Spandau was a huge prison complex built in the mid –nineteenth century that housed three prisoners: Speer, von Schirach, and Hess. It was one of the two remaining Quadripartite operations [run by the U.S., U.K., USSR and France] after the Soviets walked out of the Kommandatura . One was the allied air control system. The other was the prison.

Hess was also unique among the prisoners in that, as a matter of dignity, he refused all visitors for more than twenty years, finally consenting to see his adult son and wife in 1969 after suffering from a perforated ulcer that required treatment at a hospital outside the prison. Fearing for his mental health now that he was the sole remaining inmate, and assuming that his death was imminent, the prison directors agreed to slacken most of the remaining regulations, moving Hess

to the more spacious former chapel space, giving him a water heater to allow the making of tea or coffee when he liked, and permanently unlocking his cell so that he could freely access the prison’s bathing facilities and library.

Hess was frequently moved from room to room every night for security reasons. He was often taken to the British Military Hospital not far from the prison, where the entire second floor of the hospital was cordoned off for him. He remained under heavy guard while in hospital. Ward security was provided by soldiers including Royal Military Police Close Protection personnel. External security was provided by one of the British infantry battalions then stationed in Berlin. On some unusual occasions, the Soviets relaxed their strict regulations; during these times Hess was allowed to spend extra time in the prison garden, and one of the warders from the superpowers took Hess outside the prison for a stroll and sometimes dinner.

https://en.wikipedia.org/wiki/Spandau_Prison#Daily_life

Links to photos of Spandau prison, includes some of Hess:

https://www.gettyimages.com.mx/fotos/spandau-prison?phrase=spandau%20prison&sort=mostpopular

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