In Memoriam a un perro llamado Rocky

In Memoriam a un perro llamado Rocky (2011/2018)

          

                                ¿Cuándo  apareció  Rocky en  nuestras vidas?  Hace  siete  años. En aquel tiempo estaba casado  con  Patricia,  mi exesposa.  Esperanza,  nuestra  hija menor,  nos  preocupaba  porque  inevitablemente  terminaba  todas  las noche durmiendo con nosotros en la cama matrimonial. Se despertaba a media noche y sentía  temor  al encontrarse sola en su pieza. Recién nos habíamos mudado a una casa de dimensiones demasiado grandes para sus breves ocho años. En una una especie de awerness epifánico, a Patricia se le ocurrió que podríamos comprar un perro pequeño, estilo para-dentro-de-la-casa con el fin que acompañara a Espe en las noches y así evitar que se trasladara a nuestro dormitorio.

                               Algo en mi interior intuyó las consecuencias… Ya teníamos dos bóxers que nos alegraban la vida, pero que nadie de la familia se preocupaba de pasear; de llevarles la comida cuando no estaba nuestra nana ni de sacar sus cacas repartidas por el patio. Por alguna razón misteriosa, se daba por hecho que aquellas funciones estaban asociadas al género masculino y al macho alfa de la manada, es de decir, a este cronista. La presencia de otro can en el hogar correría, cual profecía, por los mismos derroteros…

                     Prometo que hice una heroica defensa de mi rotunda oposición a la idea. Argüí razones sicológicas, antropológicas, metafísicas que paradójicamente hacían más fuerte al bando contrario el cual, a esas alturas, ya lo formaban mi exesposa y mis tres hijos. La presión era insostenible, cotidiana, se respiraba en cada momento. Se me dijo que estaba en juego la salud mental de la niña; que si no lograba dormir sola, toda su estructura psíquica se resquebrajaría con consecuencias insospechadas para su pleno desarrollo como persona. Con cada día que demoraba la aprobación, el  futuro de Espe –ese es su apodo–, empezaba a envanecerse progresivamente; como en esas películas donde el protagonista viaja al pasado para arreglar un entuerto y los espectadores vemos con espanto como algunos personajes se van haciendo transparentes a medida que las cosas no resultan para bien. 

                     Fue un acoso implacable y, claro, uno no es de fierro, sobretodo, cuando desde chico se ha tenido perros: Zinca, Nico, Hombri, Rollo, Tobi y Murdok me acompañaron en mi infancia y adolescencia. Fueron  los coprotagonistas de mil historias, de mil paseos y además de inolvidables  conversaciones con mi padre acerca de perros mitológicos que habitaron su propia niñez. 

                      Insisto, mi defensa fue heroica. Cuando vi que ya estaba todo perdido y se estaba pensando en comprar un… ¡chiguagua! , opté por unirme a la mayoría y, con el último suspiro de autoridad que me quedaba, poder influir en la raza del elegido. Había que actuar rápido. Tener a un chiguagua, es decir, a un perro neurótico temblando como gelatina con un poco de frío y ladrando todo el día por cualquier motivo (les ha pasado que se les echa a perder la alarma del auto y no deja de sonar) era un escenario que no quería para mi cuarentona vida. Llevé a mi hija a dos tiendas de animales de nuestro barrio. En una había un salchicha y en el otra, un yorkchire. En mi fuero interno, yo quería el salchicha. Los sabía valientes, inteligentes, ratoneros, bravos y cariñosos. De los yorkchire, no tenía mayores antecedentes, más bien los asociaba a esos perros medios fifí tipo perros-de-adorno-de-señoras-aseñoradas, pero mi hija ya tenía la decisión tomada y optó por el yorkchire. “Cualquier cosa es mejor que un chiguagua” fue mi consuelo. 

                    ¡Otra cosa que no sabía es lo caro que son los yorkchire! Parece que los cría la propia Reina Isabel en el Palacio de Buckinham! Bueno, todo valía con tal de salvar la salud mental y el futuro de mi hija. 

                    Fue bautizado sin titubeos ni arduas votaciones familiares: Rocky. No muy original el nombre, pero tampoco desentonaba. Era cómico el contraste entre la ridícula pequeñez de ese cachorro yorkshire y  la rudeza boxeril de personaje de Stalone. 

                   No puedo mentir. Fue amor a primera vista. Su cara chascona, sus ojos con ese fuego inteligente, su estilo lúdico, sus orejas de radar, su carácter entre asustadizo y bravo a la vez;  ese todo me derritió. Y el amor fue mutuo. Rocky me reconoció de inmediato como The Boss y, a los pocos días, ascendió a punta de simpatía al nivel de ayudante del mariscal de campo dentro de la jerarquía del clan.

                    En relación a la “terapia” para lo cual estaba destinada su presencia y de la que dependía la salud mental  y el futuro de mi hija, etc, etc., sólo les puedo decir que a los pocos días de instaurada aquella …. ¡terminamos durmiendo los cuatro –padres, hija y perro- en la cama matrimonial!

                   Inicialmente, los humanos de la casa éramos los únicos integrantes de la manada de Rocky. Ara y Gonther, nuestros perros bóxers , estaban afuera, en el patio. Nos habían relatado espantosas experiencias de convivencia entre perros grandes “de jardín” y perros chicos “de casa”. Todas terminaban con el cadáver del perro de menor tamaño y sólo variaban en el nivel de descuartizamiento corporal. Por ende, la consigna era terminante: evitar a cualquier precio el contacto de Rocky con los bóxers. Un gran ventanal separaba estos dos mundos. Inevitablemente, comenzaron a observarse a través de aquel. Rocky mostraba un claro interés con notas de comprensible timidez. Los bóxers reconocieron rápidamente la presencia de un invasor en su territorio  y se movían con furia emitiendo resoplidos y gruñidos de desaprobación. Nuestros más funestos presagios se hacían cada vez más posibles. Un par de veces, saqué al patio en brazos a Rocky para que lo olieran. Ara y Gonther mostraron una gran excitación dando amenazantes saltos sobre mi intentando acercarse  al advenedizo. “No hay posibilidad de contacto” me dije, “lo harán papilla”. 

                   Tal como en la novela de Jack London, un día le llegó a Rocky el inevitable “llamado de la selva”. En un descuido, el ventanal quedó abierto y Rocky se lanzó allende los límites de su cárcel de cristal hacia aquella verde pradera flanqueada por enormes y tupidos bosques,  con una laguna de aguas transparentes y dos monstruos extrañamente familiares (así, me imagino, vería un mini perro nuestro jardín con su piscina). “¡Libertad o muerte!” habría dicho el perro de Fidel y Rocky era de esa estirpe. Valiente, pero no tonto, eso sí. Hábilmente, se metió debajo de una reposera donde los cuerpos de los bóxers no cabían. Muy pronto, aquellos lo olieron y se lanzaron a un acoso implacable. En ese momento descubrimos la escena, cuando los dados del destino estaban echados. Los bóxers recorrían la reposera por sus lados y por arriba. Eran como indios sioux acechando una diligencia de colonos. Sus narices resoplaban como fuelles. Rocky se acercaba, por el espacio entre la reposera y el pasto, a uno u otro lado según la proximidad de sus acosadores. Ello generaba una suerte de cuadro plástico interminable entre el trío de canes. Noté que la agresividad de Ara y Gonther iba amainando dando paso a un vivo interés por este pequeño ser peludo ser que se escondía y los provocaba lúdicamente. Lentamente, me acerqué y lo saqué de su escondrijo. Los bóxers se abalanzaron sobre Rocky y lo olieron profusamente. Decidí soltarlo para que interactuaran libremente. Con varios gestos de sumisión extrema del nuevo miembro (léase quedar de espalda con sus patitas recogidas), finalmente los bóxers se relajaron y lo aceptaron como parte del clan. Fue una suerte de bautizo.

                   Obviamente, ni Ara ni Gonther sabían con la chichita que se estaban curando… Al poco tiempo, Rocky cortejaba impunemente –sin celo mediante—a Ara y había desplazado a Gonther a la cola de la jerarquía de la manada. Cabe aclarar que la manada tenía un sistema matriarcal y  Ara era indiscutiblemente la number one. Sin embargo, aquello era sólo válido para el jardín ya que Rocky siempre se sintió con más derechos jerárquicos que ellos al interior de la casa. Incluso, le molestaba que los bóxers se acercaran mucho al ventanal y les pegaba unos guapos advirtiéndoles de su impertinente cercanía.

                   Los bóxers tenían la misión de resguardar la frontera norte de la propiedad la cual daba una la calle que colindaba con un mirador muy concurrido por humanos y perros. Había que estar atentos y decir presente frente a cualquier organismo vivo que circulase. Cuando sentía ladrar a los bóxers dando la alarma, Rocky enloquecía. Empezaba a emitir frenéticas señas al lado del ventanal. Lo dejábamos salir y salía expedido, cual misil perruno, a su puesto defensivo, es decir, al lado de la Ara que llevaba el liderazgo en la defensa del territorio amenazado. Ambos impedían que Gonther participara de esta tarea “sólo para perros grandes” y lo mordían si se unía a aquella primera línea defensiva. Gonther quedaba siempre perplejo por este agravio y se resignaba a permanecer en la retaguardia, atento eso sí, por si se necesitaban refuerzos. Mientras, Ara y Rocky desplegaban feroces ladridos de advertencia hasta que el peligro se alejaba. Cumplida la misión, Rocky regresaba orondo y arañaba el ventanal para ser recibido con vítores y caricias múltiples cual héroe de guerra. 

                   Cuando un perro vive dentro de la casa se generan inevitables  “externalidades” –analogía económica similar al concepto de “efecto colateral” en la jerga militar–, a saber, pozas de orina y “depósitos” intestinales por doquier. Como ya les dije, en nuestra cultura la limpieza de aquello está fuertemente asociado al género masculino y peor aún si al hechor de aquellas  “externalidades” ya se le reconocía  el estatus de secretario canino oficial. Nada qué hacer… Además, era parte de la profecía que acompañó la llegada de Rocky a la familia. 

                    Para tratar de evitar o minimizar tan innoble tarea de limpieza y sanitatización, fue menester entonces levantarse más temprano y emprender un paseo con Rocky todas las mañanas antes del desayuno, un poco antes de las 07 hrs,  y otro similar en la tarde noche. La idea era crear un hábito en su reloj biológico a fin de  evitar que las “externalidades” fuesen dispensadas en alguna alfombra o cerca de la pata de un sillón. La meta fue lograda a la perfección. Recalco “a la perfección”, ya que ello implicó que los fines de semana y en vacaciones, Rocky empezaba una danza frenética a las 06h55, para su consabido paseo evacuatorio. No importaba la hora que te hubieras dormido o si tenías un tomahawk incrustado en tu cabeza rememorando las copas de vino y licor de la noche anterior, el reloj biológico de Rocky exigía su paseo a las 07h de la mañana. Tronara, lloviera o con la helada penetrando en tus huesos, el paseo matinal era sagrado.

                      

                              Todos los que hemos tenido perros sabemos lo que significa para aquellos salir de paseo: La Felicidad Total. No solamente le permite vaciar su atiborrada vejiga y  sus ahítos intestinos, sino que lo pone al día acerca de la vida canina del barrio. Los olores de la calle son su red social y así como los humanos tenemos Whatsapp, Instagram y Facebook, ellos tiene el Orinebook con su mensajería de texto indirecta o directa. La primera son los mensajes de orines y excrementos callejeros sin la presencia corpórea de su autor; la segunda corresponde a los mensajes que se inhalan directamente de las zonas pudendas de los congéneres. 

                            Fantaseaba acerca de la información contenida en esas partículas aromáticas  que tanto interesaban a Rocky. Por cierto está el aspecto territorial: quién visitó tal poste; si era un habitué del lugar o un advenedizo con oscuras intenciones expacionistas; cuál era el estado de ánimo de su autor o si la elegante perrita pudle del vecino –que ya estaba en edad de merecer–  empezaba a dar señales de celo. Obviamente, Rocky respondía diligentemente cada mensaje con matemáticos chorros urinarios para que la correspondiente retroalimentación informativa  llegase a su destinatario: “¡Hey, no te vuelvas a acercar por acá! ¿Estamos?”;  “Estoy soltero y disponible”. En fin, todos esos mensajes eran codificados y vertidos estratégicamente. Siempre me sorprendió que Rocky, siendo un perro tan chico, tuviese una infinita capacidad de orinar. “¿Cómo crestas lo hace? ¿De qué tamaño tiene la vejiga ese cabrón?” me preguntaba.

                           No es lo mismo orinar que defecar. Ni para los humanos ni para los perros. Rocky era  parcialmente selectivo al orinar ya que el objetivo del marcaje urinario no es la precisión sino la amplitud territorial. Hay que firmar muchas veces, ojalá sobre los efluvios de otro par, en el máximo de extensión territorial posible. En términos manuscritos, orinar es hacer una “mosca”; en cambio, defecar es hacer una rúbrica. Los ladrones, antes de la era del examen de ADN, hacían lo mismo en las casas que allanaban. “Aquí estuve yo”, “Este lugar fue mío y puedo volver cuando quiera” pareciera que eran los mensajes del ratero que dejaba su bollo. Algo similar persigue el perro macho cuando defeca en el territorio público: lo hace con cierta prepotencia, con orgullo. Rocky buscaba el lugar preciso. Yo me daba cuenta de que se venía una descarga cuando empezaba una suerte de bailecito circular alrededor de una planta como buscando un punto preciso. Su psiquis bullía digiriendo y calculando coordenadas, dirección del viento, tipo de terreno, huellas oloríficas varias, hasta que la ecuación súbitamente se resolvía y se daban los últimos retoques informativos al gran mensaje cilíndrico que se deslizaba hacia el mundo en las postrimerías del intestino. Era un momento de trance. Cumplida la misión, Rocky, como muchos perros, se alejaba un par de pasos y rastrillaba con vehemencia la tierra con sus patas traseras emitiendo unos gruñidos de canino placer. Yo no podía evitar celebrar este ancestral rito gritándole a todo pulmón: “¡Deja tu marca, Depredador!”

                            En todo barrio existe un perro que es El Cabrón o Il Capo. Normalmente, es un perro vagabundo que fue adoptado por alguna familia y que si bien agradece esta acogida, pernoctando y cuidando durante la noche el hogar de sus benefactores, en el día anda libre por las calles que conforman su territorio correteando “lobos solitarios” y seduciendo a toda hembra que pase frente a sus ojos. El Perro Cabrón siente un profundo desprecio por los perros que están confinados en sus casas o jardines. Son de otra clase, traducido al lenguaje humanos serían unos cuicos sin la experiencia de calle que tienen  los verdaderos cabrones. Mucha comida premium,  muchos arrumacos,  poco hueso, poca rosca canina y sobretodo pocasas posibilidades de sexo. Con buenas habilidades blandas, Il Capo conoce a la mayoría de los vecinos humanos y se acerca cariñoso a los que alguna vez lo saludaron de la misma forma. Distingue rápido al animalista del perrofóbico. Sus  enemigos predilectos son  los  vehículos  que pasan por sus  calles, especialmente motociclistas, y toda la fauna de carteros, maestros y jardineros ocasionales. Detesta a los runnigs nocturnos. Es habitual que tengan un “ayudante” que lo acompaña en sus rondas y fechorías. El “ayudante”  es un perro en general más pequeño, menos bravo y más tontín, pero con una virtud: él sabe su lugar y su libreto. Es un eco de su jefe; ladra cuando aquel lo hace recalcando ciertos énfasis para que no queden dudas del mensaje emitido por su comandante. Por supuesto, hace de cómplice en los correctivos a cualquier perro chusco que desafíe la autoridad de Il Capo. Y, muy importante, es el que más celebra todas las muestras de liderazgo de su jefe. La incondicionalidad y obediencia ciega son sus mayores virtudes.

                           En nuestro barrio de entonces, El Cabrón era Luis, un perro grande, blanco y lanudo, sobretodo lanudo; ya que el blanco, siendo su color original, sólo aparecía detrás de un  beige francamente terroso señal de su desprecio por el humillante lavado de pelo de los perros de las casas. Luis basaba su autoridad en su pelo tipo rafta el que sacudía al caminar.  Era como un hippy cincuentón, barbón, peludo, con mil carretes en el cuerpo y que se resistía a bajarse  de su Harley Davison ya que su dosis de peleas y romances callejeros aún estaba al debe. Un verdadero Bad Boy o Bad Dog, como Uds. quieran. 

                          Por supuesto que había una atávica rivalidad entre Luis y  Rocky. Este último si bien era de la casta nerd-burguesa, tenía la suficiente machoalfina en su sangre para no amilanarse frente a  Luis. En el fondo Rocky era un Bad Boy, pero el destino y su pedigrí lo llevaron por una vida equivocada. Era claro que no reconocía la autoridad de El Cabrón del Barrio y jamás bajaba la cola frente a él (algo que irritaba profundamente a Luis). Cuando se encontraban en la calle, se miraban con profunda desconfianza, sus movimientos se endentecían y una suerte de ominosidad eléctrica se apoderaba del ambiente. Cualquier error gestual podía hacer estallar la situación con consecuencias imprevisibles. Lentamente, en círculos, se iban acercando el uno al otro. Sin bajar la cola ni sacarse la vista. Hasta que llegaban a sus respectivos rabos y se conectaban al Orinebook de cada uno. Un análisis concienzudo daba pie, generalmente, a una disminución de la crispante tensión. Luego venía el “Duelo de Orines”. Uno orinaba en un punto estratégico en forma vistosa para que el otro lo viera. Eso daba pie para que  el rival, oliera, reanalizará la información vertida y orinara a su vez sobre el orin adversario. Sorprendido, el iniciador del duelo reproducía el mismo protocolo el cual era, no faltaba más, replicado por el segundo. Y así podían estar hasta cuatro o cinco repasadas cada uno. Por fin, se  producía una sensación de empate que los dejaba a a ambos tranquilos y se distanciaban, muy ufanos, hacia sus quehaceres respectivos.

                       El otro rito que teníamos con Rocky era ir a visitar a Black. Black era un perro negro y grande, con genes de Golden Retriver y alguna otra raza que le infirió un carácter huraño y oscuro como su pelaje. Cuidaba el jardín delantero de una casa vecina siempre echado, pero vigilante. Su dueño era un sesentón que camuflaba su calvicie y su edad dejándose crecer su raleada cabellera la que estiraba hacia atrás atándola y formando una colita que caía desde su nuca. La versión moderna del famoso “parrón” de antaño.  En simple, un acomplejado que renegaba de su calva. Black y ese loser necesitaban un escarmiento.  A medida que nos íbamos acercando con Rocky, Black primero levantaba las orejas. Luego, a unos treinta metros, alzaba la cabeza y fijaba su torva mirada en los movimientos de su enemigo. A los quince, se levantaba. A los diez, ya se había colocado en posición defensiva al lado de la cerca. Rocky, a su vez, estudiada todos esos movimientos. Su cola, cual bayoneta calada, anunciaba la inevitable contienda. A los tres metros, eran dos estatuas juntando energía que se miraban sin pestañear. El tiempo se detenía y un silencio bélico se apoderaba de la escena. Yo, el tercer personaje de este drama, me mantenía unos pocos metros en la retaguardia  cual general orquestando los tiempos de la batalla. Rocky empezaba a levantar imperceptiblemente su pata delantera derecha, milímetro  a milímetro. Esa era la señal de que estaba listo. De repente, venia mi orden. Simplemente apretaba el Botón del Apocalipsis con un ligero movimiento de zapato y  los dos colosos (en realidad era un coloso real contra un mini perro que se creía coloso) se enfrentaban con una salva de ladridos corriendo de lado a lado a lo largo de la cerca. El destello de las chispas de furia canina encandilaba los ojos y el estallido del tronar de los ladridos hacía encender las luces de los dormitorios de las casas vecinas ¡Recordemos que esta dramática escena ocurría muchas veces un sábado o un domingo a las 07h10 AM! Cuando veía que se iluminaba la luz del recibidor de la guarida de Black, señal que estaba por salir el “loser” de su dueño escopeta en mano a ajusticiar al que lo había despertado por enésima quinta vez, nos escurríamos con Rocky con la satisfacción del deber cumplido. Nos hacíamos un guiño de complicidad, mientras Black nos seguía con su turbia mirada. Él y su dueño habían sido humillados una vez más. Además, el mundo ya sabía que andaban dos Very Bad Boys sueltos por el barrio con ansías de fechorías ¡Qué nadie se nos cruzara por el camino!

                              Rocky, como su Boss, tenía la sangre saturada de machoalfina, esa enzima que poseen los verdaderos machos alfas de una manada. En los perros, se reconoce su presencia por ese desplante natural, el nunca bajar la cola frente otro macho y su tendencia conquistadora, léase, son calientes por naturaleza. En los humanos, todo lo anterior más la tendencia a quedar calvos precozmente como este cronista… Rocky no tenía el problema de la férrea educación católica y puritana que yo recibí la que, como una guadaña, me cercenaba de raíz (o casi) las conductas de cortejo hacia otras féminas que no fueran  la hembra alfa de la manada. Mi edecán canino, en cambio, las emprendía con todas; no era selectivo. Cuando era poseído por los aromas del amor, era insoportable. Un frenesí se apoderaba de él y perdía todo contacto con la realidad. Olvidaba su rol de secretario perruno y se dejaba llevar por  sus arrebatos pasionales sin tapujos ni horario. Aullidos  desgarradores, fugas del hogar, arribos con heridas diversas, inapetencia, languidecimientos depresivos eran los signos inequívocos de que Eros se había apoderado del pequeño y chascón cuerpo de Rocky. Fui testigo de sus utópicas montadas a la pelvis de nuestra perra bóxer. Hasta una San Bernardo, cuyo tamaño debía ser unas treinta veces mayor al suyo, fue candidata a consorte. El amor perruno de Rocky, así como su ego y bravura, no tenía sentido de las proporciones.

                             Otra característica de Rocky era su instinto cuidador. Desde cachorro nos sorprendió con aquella faceta. Sus orejas se alzaban y rotaban al más ligero sonido. Sólo después de un análisis cuidadoso donde se identifica el origen y las intenciones de la fuente emisora, Rocky volvía al modo relajo o, en cambio, alzaba la cabeza para captar más información acústica u olorífica. Si persistía la duda partía raudo a encarar al probable intruso que había osado franquear los sagrados límites de su (nuestro) territorio.

                             La otra cara de su instinto cuidador no apuntaba al territorio físico de su habitat sino al territorio emocional de su acompañante de turno. Me explico. Era habitual que Rocky acompañase en su merecida siesta a este servidor u a otro miembro humano del clan ¡Ay del que osase acercarse a perturbar ese sagrado momento! No importaba que el durmiente de turno se despertase sobresaltado con sus feroces ladridos, pero ningún molestador-de-siesta se iría impune frente a tamaña tamaña transgresión del código siestero. 

                             Un juego recurrente, aprovechando el instinto protector del protagonista de esta homenaje, era acercarse sigilosamente a cualquiera que fuese  su protegido en ese momento. El sólo enlentecimiento de los movimientos corporales y una mirada fija en “la presa” despertaban el alerta inmediata en el velludo guardián. Su cabeza en alto; sus orejas-radares focalizadas en el enemigo; sus orificios nasales entreabriéndose y captando los efluvios gaseosos del depredador que se acercaba; sus ojos negros como la noche, pero chispeantes de energía; su pelo que se iba erizando al compás del nivel de peligro; todo ello era un sinfonía de lenguaje corporal con un sólo mensaje: “No, te sigas acercando más Baby. Si vienes por mi protegido irás por lana y saldrás trasquilado ¡Deténte ya!” Como el falsidepredador seguía con su acecho, Rocky se incorporaba y mostraba gruñiendo sus dientes listo para repeler la embestida. En ese momento, el falsiacosador cambiaba en forma súbita de modo depredador a modo amigo y se le acercaba cariñoso. Era una suerte de reconciliación y premio por su actitud guardiana . Un juego bastante esquizofrénico, pero igual recurríamos a él con frecuencia.

                            Creo que esta faceta de gran cuidador, al menos en mí, complacía un aspecto que los adultos vamos perdiendo a medida que nos alejamos de la niñez: alguien que nos cuide y proteja de verdad. Los cuarentones y cincuentones tenemos muchos a quien cuidar: niños, parejas, subordinados, a veces padres y prójimos. Ya estamos  “demasiado grandes” para que nos cuiden ¡Y claro que nos hace falta! Somos acechados por depredadores feroces —cuentas,  bancos, mesadas, enfermedades, desamor, dudas– y necesitamos sentirnos protegidos como cuando éramos niños. Bueno Rocky te daba esa primigenia experiencia y en plenitud. A pesar de su ridículo tamaño y que los peligros no fuesen corpóreos para así encajar sus colmillos en ellos, sabías que él arriesgaría el pellejo por ti sin vacilar.

                              Rocky murió el 05 de mayo del 2018 en un accidente casero. Su cadáver estuvo oculto 24 hrs. Pensando en una fuga o en un robo, muchas personas lo buscamos por varias horas. En la búsqueda participaron mi exesposa y mi actual pareja sin toparse obviamente ¡Algo inimaginable para cualquier otra causa! Finalmente apareció su cuerpo y tuve que darle la noticia a mis hijos. Nacho, el mayor, no se enteró en ese momento porque estaba en pleno semestre académico en Santiago. Esperanza, mi hija menor derramó unas lágrimas infinitamente tristes, pero dignas. En cambio Martin, mi segundo hijo, y yo nos fundimos en un abrazo a sollozo limpio. Aún hoy se me inunda de pena el corazón cuando me conectó con la ausencia de aquel épico y querible compañero.

                             Meses más tarde, cuando ya el duelo por la partida de Rocky hubo decantado, apareció en casa de mi ex y mis hijos un cachorro negro de raza buldog francés. Su nombre —no cabía otro— Apolo, como el moreno rival -y después amigo- del Rocky fílmico. Muy diferente de temperamento a su antecesor, pero también él es único y ya se ha ganado el corazón de todos. 

                             Quise escribir estas líneas como homenaje a Rocky y, través de él, a todos los perros que han acompañado los lectores de esta crónica. En lo personal, tengo demasiado que agradecerles a los perros que han compartido su vida con en la mía . Pero sin lugar a dudas, Rocky ocupa un lugar especial en mi corazón. Anhelo que me esté esperando, después de mi muerte, para salir a dar un paseo matinal, encontrarnos con Luis y torear a Black. Me haría muy feliz.

                               Juancho

                             

Comentario del autor: Rocky alcanzó a quedar inmortalizado en la escultura  “Paternaje es el  Arte de Mostrar el Mundo con Amor” codiseñada con el artista Americo Becerra. La obra se instaló frente a la Rada de Necochea en el sector Los Morros de Coliumo. 

En ella quise representar un padre que le muestra a su hijo el mar –que simboliza  el misterio de lo por descubrir (el mundo, el futuro)– buscando despertar  curiosidad y respeto por aquello. A la vez, lo invita con su brazo a ir hacia el encuentro con ese mundo el cual tiene una dimensión concreta, la playa y el mar, y una dimensión etérea, el horizonte. Así, esas tres zonas, playa, mar y horizonte, representan el trazado y el panorama del Camino de la Vida que mirado, desde la infancia, se hace cada vez más incierto en la medida que se aleja de los padres.

Pero el padre también va caminando hacia allá, ya que dicho Camino es común a ambos y él también tiene sus zonas visibles y  otras etéreas.

La rama representa el “cable a tierra” que todos necesitamos que, a su vez, va dejando un sutil surco en la tierra que es nuestra pequeña y humilde huella que dejamos en la vida. También es nuestro frágil apoyo con el que estaremos cuando ya no tengamos a nuestros padres a nuestro lado.

El perro quizás podría no estar en esta escena. Para muchos –legítimamente– no forma parte de sus recuerdos. Para aquellos que nos criamos con ellos, sabemos que representan una compañía inigualable y nos recuerdan la incompletud del ser humano. Si bien te enfrentas a un camino solitario, con desiciones que no puedes delegar en otros, siempre el ser humano se completa con un Otro. Ese Otro que te quiere cuidándote y respetando tus decisiones, mostrándonos de paso como ser nosotros, a la vez, buenos compañeros de ese Otro.

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