La Juana

Mari

La Juana:

Pachachita, rosada,  ojos celestes y muy redondos, pelo tieso y blanco como la nieve, patas cinco para la una. Cuando era joven, decía, tenía el pelo negro retinto y las tetas grandes, algo que siempre destacó pero que nunca usó. Porfiada y cascarrabias como ella sola, querendona y colipará. Decía: “cuando la Juana se enoja, echa chispas por los ojos”, y era cierto. Fue la nana querida de las familias Cruz Romero e Ibieta Cruz, su gran  familia,  desde 1945 a 1990, cuando murió.

No sabía el año de su nacimiento, excepto que fue inscrita en el Registro Civil en 1912, cuando su madre, una llorosa mujer de cabeza cubierta con un manto negro, la dejó en las Protectoras de la Infancia cuando tenía 3 años. Su piel fuertemente rosada y ojos tan azules, hacían suponer que el desconocido padre era un ario que anduvo por estos lados y  que de él, nunca se supo. . Juanita recordaba con cariño a la mujer de corazón tierno que por aquellos años la cuidaba en el Hogar de niñas abandonadas, la bañaba y le daba pastillas de limón, que siempre le gustaron.

Tenía 12 años cuando se trasladó al Buen Pastor. Allí aprendió a leer y escribir; escribía con una letra redonda de niña chica, salpicada de divertidas faltas de ortografía pero siempre hablando claro y con el corazón. También allí aprendió a lavar, cocinar y bordar maravillosamente en punto cruz, dejando manteles de recuerdo a todos los que quería.

Su presencia fue una institución que ya no existe en el siglo 21. Antes, las nanas consagraban su vida al acompañamiento y crianza de niños que no eran de ellas, y las leyes aún no habían legislado sobre sus derechos laborales. Eran las primeras que se levantaban y las últimas en acostarse.  Con suerte eran bien tratadas por sus patrones, pero afortunadamente, alrededor de 1950 cuando las mujeres adquirieron  en Chile el derecho a voto, su situación comenzó a mejorar lentamente. En la actualidad, 2019, ya no existen, pues las mujeres,  y también hombres  que atienden el servicio doméstico,   tienen las mismas garantías horarias y laborales que el resto de los trabajadores y regresan diariamente  a sus familias, sus casas que casi todos tienen, y muchos en sus propios vehículos, o trabajan por horas en distintos lugares, porque el valor de su trabajo ha llegado a ser  tan valorado, que cada vez son menos los que lo  pueden pagar.

La nanita Juana, que así la llamaban todos, llegó a tener casa propia en el antiguo Hualpencillo, hoy comuna de Hualpén, gracias a los programas de vivienda del Presidente Eduardo Frei Montalba en 1970. Cuando se dio la oportunidad de postular, no quería, pero su patroncito, el doctor, Luis Ibieta la convenció y fue feliz cuando pudo gozar de ella,  yendo cada 15 días, porque no quería alejarse más de la familia. La alhajó con camas para 5 personas y sevicio para 12, y un par de veces al año, durante muchos, invitaba a toda la familia Cruz Romero, que  entre grandes y chicos, abuelas, padres, madres y  nietos, estaba   alcanzando ya  a unas 20 personas,  y agasajaba con pisco sour, ponche, pan caliente, sopaipillas, plateada y  pollo asado, ensaladas, ajies, pebres , vinos y bebidas, coronado  todo, con postre de leche nevada espolvoreado con canela.

Cuando los años pasaron y la crianza terminó, pasó a reinar sobre la cocina, lo que hacía con mucho cariño,  y acostumbraba pedir la opinión, que debía ser “está rico, nanita” porque si no, no le gustaba nada, aunque rara vez no le resultaba. Famosas fueron sus humitas, empanadas, cazuelas y pan de molde batido o pan amasado. Se intentó reproducir sus recetas, pero siempre eran descritas por ella  en proporciones subjetivas, sin mediciones concretas. Y no permitía que ni un hombre se metiera en la cocina y que nadie preguntara qué estaba cocinando, porque respondía “come y calla”.

Nunca quiso dejar la familia e ir a vivir en su casa y continuó visitándola algunos fines de semana,  para sus celebraciones o para compartir  con sus  amigas o vecinos un  matecito con sopaipillas o  cerveza.

En el invierno de 1990, de regreso de un fin de semana en su casa de Hualpencillo, y de comilona con sus vecinos, llegó sintiéndose mal, pero no quería ir al médico. Tenía horror al hospital porque temía que la abandonaran. Se notaba que estaba mal, pero seguía, porfiadamente, metida en la cocina, cocinando rico como de costumbre. Su último cariño fue una cazuela. Al día siguiente amaneció tan mal, que se llamó la ambulancia; no alcanzó a estar hospitalizada: esa misma tarde murió en el Hospital Regional de la mano de dos de los que tanto quería: María Virginia Cruz y una de sus regalonas, Francisca Ibieta. De la mano de sus vecinos se había hecho evangélica, pero no lo había contado a la familia, así, fue velada por el rito católico. Y como Dios es el mismo, y la Juanita lo quería y  le rezaba todas las noches a voz en cuello que todos escuchaban, la estaban esperando allá en el Cielo, el 10 de Agosto de 1990. Dejó su testamento hecho y todas sus cosas repartidas entre quienes quería, la familia de sus amores y algunas amigas.

 

 

Un pensamiento en “La Juana”

  1. Bonitos recuerdos de la Juanita. Ignacio tiene otros recuerdos simpáticos de ella. Espero que los comente aquí. Yo también comentaré algunos proximamente.

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