Los Aromas de Colo Colo

Los Aromas de Colo Colo 341 2 Piso.

En mi casa de infancia, eran los aromas de la cocina los encargados de dar la bienvenida a moradores, visitantes, carteros y demases ¿La explicación? Las dos puertas de acceso a nuestro hogar, una de las cuales estaba muy cercana al origen de aquellos efluvios, daban a una caja escala cerrada que desembocaba un piso más abajo, hacia la calle Colo Colo. Por ende, la única vía de escape para aquellas fragancias culinarias que quisiesen alcanzar su ansiada libertad era necesariamente inundar con su presencia aquel trayecto.

El juego cayó de cajón y se llamaba “Adivina qué hay de almuerzo”. Rápidamente constaté que el nivel de hambre acumulada durante la mañana escolar  era directamente proporcional a la precisión del olfato. Con el correr del tiempo y el incremento de mi habilidad, el juego de marras fue perfilando, además, una inesperada ventaja: conocer con anterioridad qué escondía la olla, me permitía armar una estratagema salvadora en caso que la mano viniese adversa. Así, unos inesperados y bien teatralizados cólicos abdominales (ojalá rematados con una rotunda sonoridad intestinal) podían hacer la diferencia entre dos eternas horas frente a una incomible entrada de choritos en conserva, con castigos y sermoneo de acompañamiento; o diez minutos en compañía de una humilde, pero amistosa sopita Maggi. El lector instruido entenderá que tal conflicto, para un niño de 12 años, rozaba el dilema entre la vida y la muerte y despertó, por ende, los más primitivos instintos de sobrevivencia. En ese contexto, nació una más que útil clasificación de los olores, de gran valor para mantener la armonía relacional con mis figuras de autoridad: la lista de los favoritos y la lista negra. Cómo olvidar, entre los olores malditos, el espeso y dulzón aroma de la coliflor cocida o el vaho marítimo del cochayuyo. Sin embargo, el espantaniños, por antonomasia y aclamación, era el indefinible, único y repulsivo olor a guatita cocida. La sabia naturaleza lo hizo tan penetrante que permitía, incluso a un mozalbete resfriado y con los mocos colgando, reconocerlo a buena distancia. 

Entre los favoritos, destacaría la fragancia animal de unos bistecs chirriando en el sartén; el hogareño perfume del pan recién hecho; la picardía que emanaba de la cebolla en escabeche y la prepotencia de la sierra al horno. Pero nada, nada, se igualaba, ni de lejos, a la sinfonía aromática de los estofados de antaño ¿Cómo describir cuando se mezclan en un mismo vapor el ajo, el cilantro, la pimienta, el apio, la acelga, la papa, el zapallo, el garbanzo, el tocino, el costillar de cerdo y la ternera? Aún ahora siento el influjo hipnótico de aquella alquimia aromática que continua anulando cualquier intento por emprender una dieta. 

Pero, en fin, ya estoy viejo y aquellos olores del pasado lentamente se han ido evaneciendo dejando una estela de infinita nostalgia ¿Existe algún remedio que me cure de ella? Probablemente no; pero algo se puede hacer descorchando un blanco como la “Vida Loca” de Viña Chillán y viajar junto a su bouquet hacia aquel día de sol de la infancia cuando mi padre me dejó saborear, por vez primera, su fiel pipeño “Cayumanqui”. Y estando ahí, soltaré una sonrisa y haré un brindis por los aromas de la vida ¡ Salud!

                                                                                            Juancho

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