¿Qué hacías los viernes en la tarde?

¿Qué hacías los viernes en la tarde?

Esta crónica está escrita desde la vereda masculina de la adolescencia penquista de los años setenta. Creo necesario hacer este “total disclosure”, ya que no tengo remota idea acerca de qué hacían nuestras congéneres femeninas los viernes en la tarde de aquel entonces. Para este aprendiz de cronista, las mujeres de aquella época eran como el planeta Marte: hablábamos de él, soñábamos con llegar a él; pero le temíamos y sabíamos que nadie sobreviviría por mucho tiempo en su atmósfera. En el fondo, muchos prequinceañeros estábamos llenos de mitos y prejuicios acerca de las féminas que nos rodeaban. Hoy, en cambio, sabemos con meridiana claridad que las mujeres no son de Marte, sino de Venus y que… y que… y que… bueno… son complejas… y también… diferentes. ¡Eso! ¡Las mujeres son de Venus, son  complejas y diferentes! ¿Clarito, no?

No recuerdo en qué etapa precisa de nuestra vida escolar ocurrió el milagro. Lo cierto es que algún director de turno tuvo una revelación y/o una experiencia mística y decretó que en la tarde del viernes no habrían clases. Desde entonces, la semana académica terminó a las 13h00 de la tarde del último día hábil de la semana.

¿Se imaginan cuán maravillosa era la sensación de estar sin la obligación de ir al colegio mientras el resto debía hacerlo? Era como si el mundo siguiera girando y uno se sentaba a mirarlo desde un cómodo palco. En términos más modernos  (la metáfora anterior es más vieja que el hilo negro), podríamos decir que era como salirse del reality show de tu propia vida y verlo en la tele desde tu casa. Pero también había una  experiencia psicológicamente más profunda: la posibilidad de alejarse por un lapso de tiempo de tu rebaño y entrar a un espacio donde podías andar por caminos menos convencionales que no estaban concebidos por el establishment adulto. Fue la primera vez que vivencié que podía ser el guionista de mi propia vida aunque fuese por unas pocas horas.

Aún hoy busco rememorar esa inigualable sensación de libertad cuando me permito un día libre en medio de la semana. Doy un paseo por esas calles siempre húmedas del centro de Concepción; camino por la plaza; me siento a tomar un café y empiezo a ver los mismos personajes, con otras caras, y las mismas escenas, con otros protagonistas, que percibía en aquellas tardes de antaño. Aparecen esos tipos apurados, silenciosos, absortos, centrados y aferrados existencialmente a sus diligencias; el jubilado buscando hallar un sentido al ocaso de su vida en el revoloteo de las palomas y en la etérea muerte de las hojas de los tilos de la plaza; la pareja de liceanos locamente embriagados por esa mezcla de erotismo y amor adolescenciales; el o la solitaria buscando ese algo común e indefinible en la mirada de un otro que le saque el amargor de su alma, aunque sea una ilusión momentánea; la mamá coquetona lidiando con el enésimo berrinche del cabro chico que se aferra a  su mano. 

Fue un viernes en la tarde, mientras el resto de los colegios estaban en clases, cuando por vez primera abrí la ventana que me mostró aquel paisaje humano de Concepción. ¿Hacia dónde iba? Me dirigía subrepticiamente a la galería del Cine Lido.

Para algunos, la tarde del viernes era sinónimo de pichanga en la mítica cancha del Colegio Viejo del Charles de Gaulle ubicado en la esquina de Colo Colo con Chacabuco; para otros, el panorama podía ser juntarse con los amigos del barrio o tomar once en la casa de algún compañero. Contrastando con esos gustos burgueses, había una vanguardia (de la cual yo era un militante activo) que buscaba respuestas y “sensaciones adultas” en las salas de cine alternativas.

Recordaran que en aquella época los cines decentes, es decir, a los que podías ir con tu mamá sin que pensaran que era una prostituta, eran el Teatro Concepción, el Cine Romano, el Cine Regina y, casi cayéndose de ese grupo, el Cine Ducal. Eran las salas donde había “matinée , vermut y noche” y donde se estrenaban las películas más taquilleras del momento y/o las que podrían tener alguna nominación en la carrera de los Oscar. El resto de las salas, eran los “cines de rotativo” donde pasaban alternada e ininterrumpidamente dos películas desde la 14:30 hrs en adelante. Formaban ese selecto y conspicuo grupo, cuya catedral era el Cine Lido, los cines Cervantes, Windsor, Ópera (el ex Cine Rex), Mirage (ex Cine Lux) y Alcazar. El cine Astor ya estaba en franca retirada y fue el primero en cerrar, premonizando lo que sería el destino de la mayoría cuando apareció esa enorme criatura urbana capitalista:  el Mall del Trébol. El insaciable vientre de aquel monstruo de acero, cemento y vidrio, con sus Cinemarks, sus popcorn, sus bebidas y su modernidad de postal yanqui, progresiva e inexorablemente se tragó a los cines del centro, engullendo de paso a todos sus parroquianos con sus pastillas de menta o fruta en el bolsillo (como los inigualables Cri Cri).

Disculpen este ataque de nostalgia  socialistoide. Me tomé unas copitas  de enguindado y ya se me está pasando. Ese secreto, me lo recomendó mi terapeuta que casualmente produce en su campo de Quillón. Así que me ofreció una buena ración de botellas. Y claro, como es mi terapeuta, no podía decirle que no. Le tuve que comprar cinco javas al rechu…. Cuando le pregunté porqué cada botella valía lo mismo que un whisky irlandés de 12 años, me respondió que justamente era por su poder terapéutico. ¡Cresta, ya me estoy ahogando otra vez! Cada vez que me acuerdo del precio que le pagué, debo tomar unas copitas del brebaje. Permiso.. Reconozco que funciona.

Volvamos a esas cinéfilas tardes del viernes de los años setenta en las “salas alternativas”. Había que partir por leer la cartelera de cine en el diario El Sur; ya que, en ese entonces, la oferta fílmica local se renovaba los jueves. Habían dos datos esenciales. El primero, obviamente, era conocer cuáles eran las películas exhibidas y, el segundo, cuál era la censura de los filmes en cuestión. Los para mayores de 14 años eran pan comido, ya que o estábamos frisando esa edad o ya la habíamos sobrepasado. Las para mayores de 18 eran, dependiendo de la sala, bastante asequibles. Incluso algunas te hacían descuentos si presentabas tu carnet escolar (¡?). Finalmente, las cintas catalogadas para mayores de 21 años, constituían un desafío mayor y requerían ciertas estrategias especiales. Era altamente recomendable ir en un grupo algo numeroso (mínimo cuatro) para que les doliera en el bolsillo si aplicaban la censura. Además, había que conseguirse un hermano o vecino algo mayor, idealmente con algo de vello bajo la nariz que evocase un bigote, para dar una apariencia de que se iba con  un “adulto a cargo”. Y, sobretodo, no ir con amigos o compañeros con cara de guagua. Dura lección que aprendimos con Juanito Fasce cuando quisimos ir a ver La Naranja Mecánica al Regina acompañados de Víctor “Pelao” Vergara. A Pelao no le había llegado aún el estirón. Tampoco le favorecía ese corte de pelo ralo a lo Fito (el pequeño e inseparable amigo de Toby de la Pequeña Lulú). El punto es que a Juanito y a este cronista nos permitieron el acceso a la película; pero a Pelao, nones. Mascullando una quemante frustración, optamos, nobleza obliga, por solidarizar con Pelao y retirarnos indignados con nuestro caricompungido amigo a tomarnos unas bebidas bien heladas para intentar ahogar nuestras penas. Todo mal, todo loser.

Como ya les mencioné, dentro del circuito de las “salas alternativas” el Cine Lido era la Catedral. Tenía varias ventajas comparativas. Ante todo, era amplio y de una luminosidad adecuada, entiéndase cercana a la penumbra, lo que favorecía el anonimato de sus parroquianos. Además, era de los más céntricos. El Cine Ópera (actual emplazamiento de La Vega El Esfuerzo), por ejemplo, quedaba por Rengo casi al llegar a la esquina con Heras. Es decir, el rotativo tenía que ser muy tentador (es decir, very hot) para que un imberbe blancucho y con el pelo castaño corriese el riesgo de adentrarse en el barrio de marras. Se podía ir por lana y salir trasquilado. Además, el Lido estaba ubicado en el corazón de la galería del mismo nombre y coexistía con un conjunto variopinto de diversos locales: se encontraban allí la Librería Studio; había un local de productos químicos; varias reparadoras de electrodomésticos; tintorerías; etc. Ello permitía tener una buena coartada si eras visto (y denunciado a tus padres) por la infaltable tía que andaba por esos lares.

–¿Qué andabas haciendo la otra tarde en la galería del Lido? ¿Acaso te metiste en ese teatro de mala muerte a ver películas para adultos?

–Pero mamá ¿por qué piensas eso?   

–La  tía   Amelita  del Río  te  vio  el  viernes pasado  ¿No me  dijiste  acaso que tenías entrenamiento de basketball? 

–Mamá, tú sabes que la tía Amelita tiene una mente de alcantarilla ¡por algo se quedó solterona! Es cierto que pasé por la Galería del Lido, pero fui a la Studio a comprar El Cantar del Mio Cid ¡Fíjate que se me perdió y me gustó tanto cuando lo leí el año pasado!

–Aah, bueno. ¿Y tu entrenamiento?

–Lo suspendieron. Tú sabís como es el profe…

  ¿Qué ofrecían esos rotativos setenteros que despertaban el morbo de tantos adolesecentes? Violencia y sexo. Una combinación poderosa. 

Lo habitual es que una de las películas fuese de acción. Los héroes de entonces eran encarnados por actores como Charles Bronson (El Vengador Anónimo 1974), Clint Eastwood (Harry El Sucio y su saga), Steve McQueen (Papillon 1973), Franco Nero (Colmillo Blanco 1974), Bruce Lee (Operación Dragón 1973). Viviamos el ocaso de los Spaghety Westerm y los albores de los filmes de artes marciales de origen asiático. El protagonista o jovencito, como decíamos antes, que representaba el arquetipo masculino propuesto, era un tipo rudo, solitario, sin ambigüedades culposas ni relativismos morales ¡nada que oliese al feminismo tan de moda en el presente! Del tipo macho-macho. Alguien (uno de los malos o la vida misma, no importa) se lo había cagado en el pasado y el hombre andaba con la pluma parada vengando la afrenta a diestra y siniestra. A punta de sudor y sangre, sin asomo de melindres o cortejos románticones, llegando casi hasta el desprecio, conquistaba a cuanta mina se le cruzaba por el camino (entre muerto y muerto).

En cambio ahora, el modelo de la nueva masculinidad y el arte de la conquista exigen cursos avanzados de empatía; un master en conversación entretenida; capacitación certificada en quehaceres domésticos; algún cursillo de cocina que demuestre que sabes hacer algo más que un asado a la parrilla; una declaración jurada ante notario que señale explícitamente que el fútbol no es lo fundamental en tu vida y referencias comprobables de exparejas acerca de tu performance sexual y buena conducta frente a los conflictos. Y lo más importante,  aparte que obviamente no puedes estar en Dicom, tienes que demostrar un saldo jugoso en la cuenta corriente para efectos de “libre disponibilidad”. Cuando piensas que tienes todos los requisitos en regla, luego de años de ahorro y sicoterapia para domar y, ojalá, exterminar a ese ser primitivo y machista que está dentro tuyo; la mina te sale con la guinda de la torta: “En serio me encantai en todo, pero no sé… quiero algo distinto en mi vida… Yo cacho que ahora necesito un hombre fuerte, rudo. Quiero sentirme protegida”. “¡Todo tiempo pasado fue mejor!” decía mi abuelito (QEPD) ¡Y puta que tenía razón! ¡Hasta cuándo! ¡Hasta cuándo!

Perdonen este nuevo exabrupto. Mi terapeuta me ha dicho que trate de evitar las emociones fuertes para no descompensarme. No se preocupen, unas nuevas copitas de este enguindado arreglarán el problema.

Ya estamos mejor. Sigamos con la crónica.

La segunda película era necesariamente erótica. Ese era el plato de fondo. La especialidad de la casa de los cines alternativos. Las películas de acción, a veces, traían un poco de “cueramen”, de repente salía alguna tetunga loca por ahí, pero era algo fortuito, “une amusebouche”. Para encontrar mayor abundancia del producto buscado, había que aguardar la segunda función de la tarde. Los reyes del erotismo cinematográfico de aquellos años eran, sin discusión, los italianos. Ellos tenían la desfachatez y la picardía que no tenían ni gringos ni franchutes. Además, la tenían a ella… la única. La más despampanante, voluptuosa y lujuriosa de las morenas itálicas. La musa de los sueños húmedos y leal compañera imaginaria de las noches insomnes… sencillamente  Edwige Fenech.

Edwige Fenech fue el ícono excluyente de la comedia erótica italiana de los setenta. Su filmografía fue amplia e incluso incursionó en otros géneros (sin mayor éxito). Películas como La Madrastra del Seminarista (1974), La Doctora del Regimiento (1976), La Profesora Enseña en Casa (1979) mostraron todas sus virtudes como actriz. Ya sea como camarera, profesora, doctora, policía, Edwige se las arreglaba para despertar las fantasías masculinas en forma elegante (o al menos no burda) y con humor.

La última vez que nos vimos con Edwige fue a comienzos del 86 (la primera fue el 81, al término de la gira de estudios de mi curso, entre 3º y 4º medio, en Francia). Nos tomamos un café en una plazoleta romana, La Montana di Venus. No sé si la conocen. Está justo en la intersección de la Vía Cuni con la calle Lingüis. Hay un hotelito, muy acogedor y que colinda con la cafetería, Il Picolo Pecatto.  En ese tiempo, costaba unos 100 dólares la noche y unos 50 dólares las dos horas. Se los recomiendo. Hablen con Giuseppe, su dueño, de parte mía; seguro que les hace una atención. Bueno, como les decía, nos juntamos con Edwige. La noté tristona.

–Perché devi volvere tan presto, caro? –me dijo.

–Porque tengo mi vida lejos de aquí. –le respondí.

–Ma tu me hace sentire tan speciale, caro. No mi vei como un objeto sexuale. –continuó chapurreando un poco de español para que le entendiera mejor.

–Es por mi sólida formación valórica, mia ragazza.

–Y si parto al tuo paise, a Chile, mio caro?  –insistió con dos lágrimas que asomaban por sus ojos.

–Chile tiene una sociedad muy conservadora, mia ragazza. Tu arte no sería comprendido y sufrirías. Y eso no lo podría tolerar… –le dije resignado.

–Ma tu volverai a Roma pronto? –Sus dos lágrimas  ya rodaban por sus mejillas.

–No lo sé, cara. Tú sabes, debo luchar contra la dictadura militar. Es molto peligroso. Puede que no ritornare nunca piu… Pero tú siempre estarás en el mio cuore y en mis fantasías, ragazza.

–Mio caro, ¡tu sei tan valiente! Veni subito con me al  Picolo Pecatto. Nos falta un último adio.

Decidí acompañarla. Alguien tenía que consolarla.

Disculpen por este nuevo arrebato de nostalgia y melancolía. Es que hay recuerdos que duelen. Ya tomé una nueva dosis de enguindado y, gracias a Dios, hace su trabajo en forma eficiente.

Luego de finalizado el rotativo del viernes, tenías el siguiente problema ¿qué hacías con los niveles tóxicos de adrenalina y testosterona que circulaban por tu sangre exigiendo sus legítimas demandas? Una posibilidad era llamar a alguna compañera de curso. El tenor de la llamada habría sido más o menos así:

–Hola ¿Como estai?… ¿Así que estai solita? Justo yo te llamaba porque estuve en el cine y me acorde de ti… ¡Sí, en serio! Había una actriz que tenía varias cosas parecidas a ti… ¡De verdad que te parecías! …Bueno y no sé, me dieron ganas de jugar a la Mímica… ¡Nunca hai jugado! ¡Es super entretenido! Hay que adivinar el nombre de la película, pero sólo cachando los gestos o imitaciones que hace otro… Sí, yo creo que se puede jugar de a dos… Puede ser que te pida ayuda para dramatizar una escena ¿Te tinca?… Ah, no vai mucho al cine… ¡Entonces, ya sé! ¡Juguemos a la pieza oscura! Onda para recordarnos esos juegos de niños ¿Te acordai?… ¡Lo pasábamos tan bien!…. Ah, te da susto la oscuridad… Chuta, lo siento. No sabía que te había pasado eso… Oye ¿Y si por último jugamos a la botella? ¿Hai jugado? … Mira, uno gira la botella y al que lo indique tiene que responder una pregunta personal. Pero sólo con la verdad. Si no lo hace tiene que darle un beso a alguien del grupo… Sí, claro que sé que vamos a ser sólo dos ¿Y que tiene?… Oye, pero no te ofend… Pero, si es un juego no… ¡Cómo que degenerado!… Sabís que más, mejor anda hacer la tarea de francés p’ al lunes ¡Chao!

Era muy poco probable que aquellas exigencias  testosterónicas de los mocetones de aquel entonces hubiesen sido atendidas por alguna compañera de curso. Estábamos en plena dictadura y las demandas del pueblo no eran escuchadas. Faltaban muchos años, para que “Los Indignados” estuviesen de moda y les diesen casi todo lo que le piden a esos rechuch…

¡Ya empecé nuevamente con el soponcio fascistoide! No se preocupen tengo el enguindado a mano… Estamos mejor, mucho mejor. Disculpen. Sigamos.

El Cine Lido tenía otro gran mérito. A pocos metros, en una de las salidas de la galería hacia la calle San Martín, se encontraba un local de flippers. Si mi memoria no me engaña, fue el segundo local del rubro que se abrió en Concepción. El primero se ubicaba frente a la plaza, en el subterráneo de un local de juegos de azar, en Aníbal Pinto casi al llegar a Barros Arana. Años después, se inauguraron los Gioco, de la familia Mosciatti en la Galería Olivieri.

Eramos varios los que íbamos a metabolizar la testorona a los flippers del Lido durante las tardes, especialmente, la del viernes. Era un antro de bad boys y muchos nerds (entre los que yo me situaba) aspirando a subir de escalafón en la jerarquía de la muchachada. Para los que no conocieron esas maravillosas máquinas –los flippers–  les comento que el juego consistía en controlar una bola de acero con paletas que se manipulaban con un botón ubicado a cada lado de aquellas. Había que botar blancos y realizar maniobras para acumular puntos. Si lograbas puntajes altos, podías obtener juegos gratis. Una palabra que permanece de aquella época es “Tilt”. Cuando zamarriabas con demasiada energía la máquina, se desconectaba la energía y sonaba un campanazo rotundo y seco. Ese era el “Tilt”. De ahí que ahora, si se recibe, por ejemplo una sorpresiva y  mala noticia, uno “hace tilt” y queda en un estado de pasmo (pasmado). Nunca está  de más una pequeña cápsula cultural… Volviendo al tema del fliper de la Galería del Lido, como mi escuálida mesada se esfumaba rápidamente por mis incursiones cinéfilas, me veía obligado a repasar las chaquetas de mi padre para conseguir las necesarias monedas que financiaran  ese vital  hobby (todos tenemos un pasado oscuro…). Además, al momento de llegar me colocaba unos guantes de cuero de conducción (con la punta de los dedos al descubierto), prenda que me daba un claro plus frente al resto.

              El “Maradona” de aquellos tiempos, era un tipo descendiente de árabes, es decir, alguien que probablemente no tenía necesidad de estudiar y tenía los recursos ilimitados para gastar en flippers y pool (el otro pasatiempo de los Bad Boy de aquella época). Cuando hacía su entrada en el local, se lo miraba con respeto y –obviamente– con cierta envidia. Él no se dignaba en saludar a nadie. Se dirigía a cualquiera de sus máquinas favoritas y empezaba una danza. Poco a poco, se iba acercando gente alrededor suyo para ver sus malabarismos con las paletas. Amortiguaba la bola como si la paleta tuviese un guante; la cambiaba de lado con sútiles toque o dejando que rebotara en forma espontánea. A veces, lanzaba la bola suave, en otras, con inusitada energía. También, le daba pequeños golpes o empujones a la máquina con el fin de alterar la trayectoria de la bola, pero sin perder el control para evitar que sonara el odiado “Tilt”.  En síntesis, un artista inalcanzable. 

La ida a los flippers del Lido cerraba aquellas gloriosas tardes del viernes. Con paso cansino, pletórico de todo tipo de emociones, volvías indefectiblemente a tu casa; te acordabas que tenías la tarea de francés para el lunes y, si querías ver El Hombre Nuclear el domingo por la noche, tenías que ponerte las pilas. En todo caso, para eso estaba  aún el todo el día sábado o incluso quizás el domingo a la hora de once. En algún momento del fin de semana resolverías el conflicto. En la tarde del viernes, no se abrían los cuadernos. Un franchute lo había decretado y había que hacerle caso disciplinadamente.

Bueno, remover recuerdos  del pasado siempre trae ecos de melancolía. Menos mal que todavía queda un concho de enguindao ¡Salud!

                                                                                Juancho 

 

Un pensamiento en “¿Qué hacías los viernes en la tarde?”

  1. Bonitos recuerdos, bien narrados. Extraordinaria memoria. Con unos veinteaños de adelanto, no conocí ese mundo de cines y flippers. Seguramente que algo de eso existía, pero no entraban en mi mundo. Por lo menos ahora los he podido conocer, aun cuando no sea más que de segunda mano.

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